Una muchacha y una guitarra
Jeff Bridges se luce como un cantante country en decadencia.
Loco corazón es una película que se presenta ante el espectador desde una extrema simpleza. Es directa, va al grano, no tiene inesperadas vueltas de tuerca ni esconde ningún sorpresivo as bajo la manga.
En uno de esos encuentros de forma y fondo que pocas veces se dan en el cine, la película se organiza como el mundo que trata: es una canción de música country, pura y dura, de la vieja escuela. Simple, directa y de contenida emoción. Sin extravagancias ni adornos.
El músico alcohólico que busca una nueva chance, sus problemas, sus enfrentamientos con los demás y consigo mismo, la posibilidad de una nueva vida a partir de una mujer que conoce, la redención como objetivo. Eso, más los bares, las chicas de la noche, el alcohol y las rutas hacen de Loco corazón una película honesta y simple, como un tema de Hank Williams, Waylon Jennings o Johnny Cash.
No hay villanos en Loco corazón; o el propio Bridges, llegado el caso, lo es. Hay una serie de personajes que se cruzan en sus respectivos caminos, con cada uno tratando -a su manera- de salir del pozo, de la crisis, del alcoholismo, del sinsentido que hay en sus vidas.
Hay eso y hay canciones. Directas, contundentes, de manual. Guitarra, bajo y batería, acaso un steel guitar, como mucho algún teclado. Y punto. Loco corazón conoce su mundo bien y lo transmite al espectador.
Uno podría decir que el filme es similar, en su arco narrativo, a El luchador, otra historia de un veterano "performer" que supo ser famoso y que hoy trata de sobrevivir de lo que le queda de su antigua gloria. Aquel era un filme más duro y su personaje presentaba aristas más prototípicas (traumas del pasado, heridas físicas, etc.), pero es innegable la similitud.
Además de ser la historia de una ex figura de la música que hoy toca para comprar whisky, seguir manejando y vomitando, conseguir una fan por pueblo que quiere el recuerdo de haberse acostado con una leyenda, también es la exposición cruda del talento actoral de un tipo que se lleva la película a cuestas.
Allí era Mickey Rourke. Aquí, el enorme Jeff Bridges. Y el actor de El gran Lebowski y Tucker es ideal para el rol de "Bad" Blake. Se mete dentro del papel y jamás lo juzga, lo sobredimensiona, lo convierte en ejemplo o metáfora de nada. Jeff vive en Blake, lo lleva puesto en sus encuentros con la periodista que se interesa tal vez más de lo indicado en su vida (Maggie Gyllenhaal), en el reencuentro con su protegido (Colin Farrell), hoy convertido en super estrella del género, en sus idas y venidas con el alcohol.
El director debutante Scott Cooper no explota el potencial dramatismo angustiante al que la situación podría llevar. Lo sobrevuela y lo deja ahí, para que el espectador complete la melodía. Un poco como Clint Eastwood, Cooper hace un filme de seres humanos reales, con conflictos potencialmente densos, pero que saben que su vida es una sola y que tiene que salir adelante de la mejor manera posible. Con una guitarra y una muchacha, sí, pero también con algo para poder cantar.