Regreso con gloria
Ya es casi patológico: los realizadores que flanquean la gran industria norteamericana sienten fascinación por las historias de redención personal-profesional. Basada en la novela de Thomas Cobb, Loco Corazón (Crazy Heart, 2009), previsible pero genuina, calculada pero honesta, es el ejemplar de la temporada de premios 2010 que alcanzó la cumbre con el Oscar a Mejor Actor para su protagonista, Jeff Bridges.
Con la voz rasposa y el cuerpo ajado, el barbado Bad Blake es apenas la sombra del exitoso músico country que supo ser. Su boca, la misma que paladeó el dulce néctar del dinero, hoy está inundada de alcohol y vómito. Las cuerdas vocales que arriaron miles a estadios son ya una foto sepia. El destino parece imposible de torcer. Tenía que ser, cómo no, una mujer la encargada de propulsarlo hacia la salvación.
Más por caprichos de la cronología que por méritos de la calidad, Loco Corazón es la hermana menor de El Luchador (The Wrestler, 2008). El Red Blake de Jeff Bridges debería tomar un café con Randy, aquella criatura con la que Darren Aronofsky reinventó a Mickey Rourke. Sus vidas se espejan; la vida, oscilante y transitoria, está en baja: son residuos del sistema en general, del norteamericano en particular. No es casual la elección de sus oficios: la música country y la lucha libre son dos grandes pasiones del los estadounidenses.
El primero sacia la nostalgia del éxito con alcohol y sexo ocasional con alguna igualmente ocasional seguidora dispuesta. Sabe que los estadios llenos, las bateas empapeladas, su voz sonando en cada espacio del dial, forma parte de un tiempo ya pretérito. Al segundo, en cambio, aún le cuesta aceptar el vacío, sábado a sábado aspira que las luchas de catch con sus oxidados colegas y amigos lo catapulte de nuevo hacia el estrellato perdido. Allí está la trouppe de musculosos gigantes vencidos por el entretenimiento más vacuo y digital, en la triste y solitaria ronda de autógrafos con más firmantes que fanáticos.
La diferencia radica en las motivaciones existenciales. Randy está en el abismo, empastillado y dolorido, cuando busca un nuevo objetivo que lo ancle a la vida. Es la hija quien lo subvierte, lo invita a seguir adelante. Ante la misma cornisa, Red Blake está sólo: la sangre de su sangre lo rechaza, le corta el teléfono con la crueldad propia del desarraigado. Es a partir de ahí que ambos relatos avanzan de la mano. Las apariciones de Cassidy en El Luchador y de Jean en Loco Corazón funcionan como salvavidas simbióticos ante las tormentas inevitables. De pronto, Randy y Red encuentran un haz de luz en la oscuridad que los invadía. Tanto Darren Aronofsky como el debutante Scott Cooper retratan la redención de sus criaturas.
Pero el conocimiento previo del camino a recorrer no impide el disfrute de un relato bien construido, que avanza firme y seguro del crepúsculo (personal y laboral) al amanecer. Corazón salvaje es tan noble como las criaturas que la habitan, seres sufrientes por las vicisitudes de una existencia lejana de la previsión y el planeamiento. Además de Red, está Jane (Maggie Gyllenhaal, felizmente medida para su habitual desmesura), embarazada en las postrimerías de la adolescencia; el barman Wayne (Robert Duvall), alcohólico en plena etapa de recuperación; y hasta las esporádicas grupies del cantante, para quienes la vida también es un camino ríspido de incontables vericuetos.
Para Blake es posible un retorno hacia la sobriedad y los escenarios: su oficio no mata. El protagonista de El Luchador, en cambio, sabe que la muerte acecha en cada salto, en cada pirueta, en cada esfuerzo físico de su gastado cuerpo. Pero en la lucha está su vida, la totalidad de su ser. Ese último plano cenital transluce la esencia de su pasado, presente y futuro. Randy termina por aceptar su condición de luchador, tanto abajo como arriba del ring, y aún lejos de la fama y el éxito. El café terminará con ambos de pie, felices por que al fin y al cabo, tras años de curvas, la vida se vislumbra recta. Y felizmente predecible.