La felicidad sigue teniendo su precio
Dueño de una de las carreras más admirables que cualquier actor en actividad pueda exhibir en Hollywood y ovacionado el domingo pasado en el Kodak Theatre, tras casi cuarenta años de ninguneo académico, Bridges se luce como un cantante country en decadencia.
No hace falta hacer de discapacitado para ganar un Oscar. También se puede hacer de vieja leyenda del country, bastante alcohólico y reventado, que renace de sus cenizas. Sucedió en los ’80, con Robert Duvall en El precio de la felicidad (Tender Mercies, 1983) y vuelve a suceder ahora en Loco corazón, donde, para acentuar las continuidades, Duvall hace del mejor amigo del héroe. Pero el héroe de la jornada es Jeff Bridges, dueño de una de las carreras más admirables que cualquier actor en actividad pueda exhibir de Hollywood y ovacionado de pie el domingo pasado en el Kodak Theatre, tras casi cuarenta años de ninguneo académico. Amado por la cámara, los espectadores y, por lo visto, también por sus colegas, bienvenida sea Loco corazón, aunque más no fuere por haberle facilitado finalmente al hijo de Lloyd el homenaje que desde hace rato merecía. ¿Y como película? No es que esté mal, pero es una de esas que uno tiene la sensación de haber visto cientos de veces.
La última película, Fat City, Las puertas del cielo, Starman, Tucker, Los fabulosos Baker Boys, Texasville, Wild Bill, El gran Lebowski: ¿cómo no sentir, en el momento en que este hombre baja de una maltrecha camioneta, desaliñado, el pucho colgando, la camisa salida del pantalón, que se está reencontrando a un amigo tan querido? Con canas, barba, pelo largo y una voz algo más aguardentosa –casi una versión Nick Nolte de sí mismo–, Bridges compone a Bad Blake con las mismas dosis de sencillez, verdad, transparencia y encantadora pereza con las que toda la vida se plantó ante cámara. Frente a sí, en medio de la nada del Oeste Medio, el boliche en el que le toca actuar esa noche: un bowling. Homenaje buscado o encontrado al que tal vez sea el mejor papel del viejo Jeff, posiblemente el más complejo: el de un tal Jeff Lebowski, fiaca y borrachín al que confunden con un sosías y la vida se lo convierte en algo entre Chandler, Kafka y el humor judío.
Aquí, ni Chandler, ni Kafka ni humor judío, sino Hank Williams, tango y redención. Como toda película hollywoodense sobre personajes quebrados, la primera parte es mejor que la segunda, porque por más que en aquellas colinas piensen lo contrario siempre va a ser más interesante el quiebre que la cura. Bad Blake vive de gira, atravesando el país en su camioneta y juntándose, en el pueblito en el que le toque presentarse, con los músicos que su manager o la buena fortuna hayan dispuesto. Blake canta y toca la guitarra. Por más que de repente se le vaya la mano con el McCullen’s y tenga que salir a vomitar en medio de un tema, sabe cómo hacerlo, y la voz raspada del Bridges sesentón ayuda muchísimo. Lo que Blake ya no hace es lo que siempre fue su fuerte, componer, por más que su manager le pida de rodillas temas nuevos. Su manager y un tal Tommy Sweet (Colin Farrell), alguna vez su discípulo y ahora, al menos para el propio Bad, su peor rival. Habrá que ver qué pasa el día que se junten en un escenario, Tommy como número central y Blake como músico soporte.
Aunque al comienzo no haya referencias a la vida familiar de Blake, ya aparecerá el remordimiento por un hijo al que hace demasiado tiempo abandonó. Eso explica por qué este veterano gruñón se muestra tan compinche con el hijo de cierta periodista (Maggie Gyllenhaal, nominada por este papel), con quien Bad por supuesto iniciará una relación. Cuando el hombre meta la pata mal y vaya a parar a un grupo de rehabilitación para alcohólicos, será momento de comprender que ya estamos metidos en plena mitología hollywoodense. Con música de T-Bone Burnett (una de las canciones acaba de ganar también el Oscar), sus momentos de verdad permiten que esta ópera prima de Scott Cooper escape de las fórmulas que la cercan. Empezando por Bridges, claro, que no sabe actuar si no es con eso. Pero también Gyllenhaal aporta grandes dosis de espontaneidad. Y hay momentos –el encuentro del veterano con unos músicos demasiado jóvenes para su gusto, el reconocimiento instantáneo de que un gordito realmente sabe tocar, la batalla de poder con un sonidista– que se viven como si en verdad estuvieran sucediendo frente a cámara. Y eso no es algo que se experimente todos los días en el cine.