El Mundo cabe en una canción
Perdedores. ¿Qué extraña fascinación generan los perdedores para que el cine Americano los traiga a la memoria una y otra vez? Ese mismo cine Americano que mide su importancia en premios y recaudaciones. Perdedores. Convengamos, a Hollywood no le interesa cualquier tipo de perdedor. En sí lo que se pretende, de alguna forma, es educar. Más que los perdedores, al cine Americano lo que le interesa es la redención y el camino que se emprende para retomar el camino desviado. A veces se logra y a veces no. Como a veces este tipo de películas se hacen desde el más preciso estado de gracia y, otras, resultan intragables. Sin embargo en ocasiones aparece un personaje como Bad Blake, irreductible a cualquier tipo de moraleja, y actuaciones como las de Jeff Bridges, capaces de hacer que hasta el más simple relato se convierta en algo digno y emocionante.
Pero hay más en Loco corazón. El director Scott Cooper encuentra una verdad en el propio territorio donde juega su personaje: en el de las canciones. Si vamos a contar la historia de un excelente compositor de música country en decadencia, que las canciones sean las mejores del mundo. Y, les aseguro, la banda sonora de Loco corazón, supervisada por T-Bone Burnett y Ryan Bingham, es de excepción. De hecho Cooper se queda en varios pasajes del film fascinado en la performance magnética de Bridges, que se extiende a partir de su estupenda ejecución de canciones como Fallin’ & Flyin’, Somebody else o I don’t know, y lo registra con un cariño que bordea el documental. Bares, groupies tan decadentes como su ídolo, cerveza, neón, pueblos polvorientos, inundan estos pasajes que tienen la presencia física de un mapa.
Bad Blake es un perdedor, lo dicen los primeros minutos del film: recorre el país a bordo de una vieja camioneta, se emborracha sin otro fin que el de evadirse, está en bancarrota y vive del recuerdo de lo que fue. Su representante le arma giras improbables en bowlings o en pequeños bares. Si ustedes vieron más de tres películas de este tipo, sabrán que algo torcerá el camino descendente del protagonista y lo hará retomar la senda. Este tipo de películas para ser consideradas buenas, dependen de la coherencia entre salida y destino que se logre trazar. Y hay que decir que más allá de su previsibilidad (¿y acaso no era previsible Avatar? ¿Por qué habríamos de castigarla desmedidamente a esta?), Cooper, además de director guionista, encuentra la forma de hacer que la adaptación de la novela de Thomas Cobb no se convierta en un mar de consejos de autoayuda. O al menos no sólo en eso.
Lo que le hará a Blake intentar cambiar será la relación que entable con la joven periodista Jean (Maggie Gyllenhaal), madre de un niño y divorciada. Al igual que otra película de redenciones tardías del año pasado como lo fue El luchador, serán dos soledades luchando con sus infiernos interiores, en el marco de un film que respira por los cuatro costados un aire de Indie sucio y cansino. Pero allí donde todas estas películas se ponen recargadas y solemnes, Loco corazón transita sus dramas con una desacostumbrada mesura. No hay excesos ni desbordes, parte de esto gracias a las interpretaciones de Bridges y Gyllenhaal (y a Robert Duvall y hasta Collin Farrell, que andan por allí), que construyen sus personajes con total naturalidad. Evidentemente Cooper, merced a los dos monstruos que tiene en la pantalla, es lo suficientemente inteligente como para ver que lo que surge entre ellos, más que amor, es una historia de necesidades: no de gusto Blake llama insistentemente a Jean para ver si piensa en él. No de gusto no le pregunta si lo ama, sólo le pregunta si piensa en él. Eso puede querer decir que lo ama, pero también puede significar muchas cosas más. Blake necesita de una buena vez por todas atarse a alguien, Jean quiere demostrarse que puede volver a confiar en alguien. ¿Cómo se construye algo desde ese lugar? Loco corazón es bastante clara: son historias que, en todo caso, sirven como aprendizaje.
Simple y sin rodeos, Loco corazón logra contaminarse de la interpretación de Bridges. Felizmente -y por fin- ganador del Oscar, juega constantemente con todos los lugares comunes que uno puede ver en su personaje para llevarlos a otro lugar. Blake nunca explota, no es una caricatura, es apenas un ser humano con sus cruces a cuesta intentando cambiar. Hace que sus decisiones suenen naturales y poco forzadas. Su actuación no suena a plan hago-de-tipo-excéntrico-y-por-fin-me-dan-el-Oscar. Bad Blake tiene signos del “Dude” Lebowski, claro que sí. Pero aquí humanizadas y puestas al servicio del relato, porque Bridges es de esos actores de antes, que nunca se ponen por delante de la película. Un clásico. Que encima aquí nos aporta el plus de cantar esas canciones bellísimas que Blake compone, plagadas de vivencias y de olores.
Para entender, y degustar, a Loco corazón, lo mejor es disfrutar de aquellos momentos en los que Bridges canta sobre el escenario y donde la película se aleja del relato simplón y efectista sobre un alcohólico en recuperación. Durante buena parte del film, Blake le da vueltas a una canción que, obviamente, recién conoceremos entera sobre el final. Se llama The wearey kind. Allí el film alcanza su cima: vimos al artista construir esa canción con vivencias, entendemos cada frase y la saboreamos como una despedida. “Ya no soy Bad, ahora soy Otis, mi verdadero nombre”, dirá Blake. El personaje, entonces, luego de devorárselo le dará lugar a la persona que hará lo que pueda, como pueda. Blake no es de los que hablan, hay que escuchar sus canciones para conocerlo en los huesos. Un artista. Ahí está el secreto de una película, para ser buena, cuando habla sobre un cantante y sus canciones: saber, como ya dijo alguien, que el mundo cabe en una canción. Y no es necesario decir más nada.
Ah, el plano final es bellísimo y todavía lo tengo atragantado en la garganta.