Se aprovechan de su nobleza
Sabemos de sobra que una fórmula casi infalible para ganar un Oscar consiste en hacer un papel “comprometido”. A tal fin, habría que encarnar un gay, un enfermo de sida, un negro en calidad de tal, discapacitado, activista social o miembro de una minoría que más o menos pese en la conciencia norteamericana. Si te toca en suerte uno de esos papeles y además, sos un actor famoso (perdón por tutearte, celebridad), sacás un pasaporte seguro para que digan tu nombre después del mentado “The Oscar goes to…”
Pero esta vez, la Academia de Hollywood escribió derecho en renglones torcidos: Jeff Bridges se merecía el premio a mejor actor, pero no por tener la valentía de prestarle su cuerpo a la historia de pecado y redención de un borrachín cantante de country. Tampoco por acceder a personificar un papel indigno para enseñarle al espectador que hasta el ser más patético puede reivindicarse por la fuerza del amor. Sino que ganó en buena ley este reconocimiento por ser Jeff Bridges y por tener la bondad de ofrecer cada tanto su imagen tan brillante como amable al cine, aunque sea como en este caso, en el contexto de una película de lo más básica.
Loco corazón (el film por el cual fue galardonado) se recuesta con impudicia en su figura. Bad Blake es un cantante en decadencia, una vieja gloria que ahora se gana la vida recorriendo el Estados Unidos profundo y cantando en lugares de mala muerte. En la primera escena vemos bajar a Bridges de una camioneta destartalada, guitarra en mano. Está vestido como un cowboy de la tercera edad, lleva el cinto colgando, se ve que el accesorio le molestó y lo desabrochó para liberar su panzota durante el viaje. Ya desde ese momento, y con ese detalle, sabemos que vamos a adorar al antihéroe. Su imagen, entre triste y amorosa, nos da ganas de abrazarlo e invitarlo a un trago.
Más tarde la película sigue con su derrotero previsible y poco imaginativo. El músico ya no quiere hacer uso de su talento, canta canciones pasadas de moda que fueron sus éxitos en otro tiempo, se emborracha como un cosaco y tiene sexo casual con groupies menopáusicas. Sin embargo, aunque la trama nos aburre y el registro de los recitales se parece más a las tomas de fórmula de los conciertos de MTV, increíblemente no podemos sacar nuestros ojos del gran Jeff que, desde el escenario, encandila la cámara y, aún con una camisa tan floreada como transpirada, consigue hacernos ver un fantasma que todavía conserva en su esencia al sexy ídolo musical que supo ser pero ya no. Su actuación se le escapa a la película en profundidad y sutileza, desde los indicios, en detalles, posturas y actitudes logra contar un pasado tapado por una fachada de decadencia.
Mientras, desde el guión y la puesta en escena seguimos revolcándonos en el lugar común. El protagonista se enamora, experimenta lo que podría ser tener una familia, y ante esa epifanía decide redimirse. “Hola, soy Bad y soy alcohólico” escuchamos decir a Bridges que va bañadito y peinado a la terapia de grupo. Libre de la mala bebida ahora se vuelve más creativo, escribe nuevas y mejores canciones. A nosotros nos repugna el mensaje burdo de superación personal, nos importa un pito la música country y no podemos conectar con su sensibilidad, pero estamos obligados a acompañar al bueno de Jeff, porque a fuerza de carisma se ganó nuestra simpatía y queremos asegurarnos que le vaya bien. Más tarde, el final está cantado. Bad vuelve más sano y más sabio a su gloria modesta de cantautor, y al concluir, en este film no ha pasado nada interesante, salvo Jeff Bridges mismo.
A Edgar Morin le gustaba decir que a veces, sólo a veces, un actor puede imponer su personalidad al héroe que encarna en una película y al mismo tiempo ese héroe de ficción contagiar de forma natural su personalidad al actor. Cuando este milagro sucede, tenemos ante nosotros a un ser mixto, un animal propio del cine al que llamamos “estrella”. Crazy Heart se diligenció una estrella como protagonista y la aprovechó. Porque Bad Blake no es solamente el vaquero looser que propone el guión, sino que gracias a Jeff es también un poco el sexy Baker Boy, el desarrapado adorable Jeffrey Lebowski o el profesor discapacitado sentimental de El espejo tiene dos caras. Pero la película, por su parte, es injusta con Bridges ya que no le aporta mucho, sólo un ámbito vacío y burdo para su lucimiento, un campo raso sobre el que hay que nadar contra la corriente de lo banal.
Por eso su trabajo en Loco corazón merece un Oscar. Por ese matrimonio tan desparejo entre actor y obra que lo alberga, por cargarse a los hombros la nada misma y hacerla valer con su sola presencia, démosle aplausos y estatuillas doradas a Jeff Bridges.