La canción es la misma
Las majestuosas panorámicas en la apertura de Loco corazón remiten a un western, género estadounidense por antonomasia. Quizás exista un secreto hilo conductor, un sonido en común entre los pretéritos pistoleros y los músicos del género country. No empuñan rifles sino guitarras, pero se visten parecido y en sus giras musicales van de cantina en cantina.
Loco corazón parece un cover cinematográfico. La canción la conocemos de memoria, y lo que vale son las interpretaciones y algunas variaciones del tema. Ya lo sabemos: Hollywood ama los relatos de fracasos y redenciones. En efecto, el héroe americano es antes que nada aquel que conquista sus zonas erróneas y se supera.
Bad Blake es el caso en cuestión. Una leyenda del country sumido en la decadencia, la soledad, el alcohol. Hace tiempo que no compone melodías nuevas. Sus presentaciones en bares de mala muerte contrastan con la carrera de un protegido suyo, Tommy Sweet, y este contraste parece ser el símbolo de dos épocas de la música, antes de devenir todo en puro negocio.
Lo que cambiará la vida de Bad será el encuentro con una periodista, uno que excede cuestiones laborales y que precipita paulatinamente un deseo de vivir. Bad, en sus peores momentos, jamás se transforma en una bestia caucásica: ni golpea a sus mujeres, ni maltrata a quien esté cerca. Su máximo pecado es no haber conocido a su único hijo. Autodestruirse es su especialidad.
Basada en una novela de Thomas Cobb, Loco corazón no sólo reivindica a su personaje, sino que oblicuamente también reivindica a su intérprete, Jeff Bridges. La ópera prima de Scott Cooper, actor devenido en director, se sostiene en sus intérpretes, aunque la película destila un sorprendente sentido del timing en todas sus escenas y una búsqueda discreta de un estilo cinematográfico.
La virtud de Loco corazón reside en su reserva dramática y en su elección de no enfatizar catarsis de todo tipo. Cada vez que el filme puede adoptar un tono trágico, elige la parsimonia, extraña elección cuando se trata de borrachos y estrellas caídas. La canción es la misma, pero el modo de interpretarla es su mayor diferencia, su imperceptible victoria.