Habrá que buscar las risas en otro lado.
Locos dementes es la enésima muestra de que la presencia de un grupo de actores y actrices con amplios pergaminos en el arte de la generación de risas ajenas es elemento fundamental, pero no suficiente, para una buena comedia. Protagonizado por un auténtico dream team encabezado por Zach Galifianakis, Owen Wilson, Kristen Wiig, Kate McKinnon y Jason Sudeikis, el film de Jared Hess (Nacho libre, Napoleon Dynamite) hace de la mecanización y el vuelo bajo dos normas inalterables, y su potencia cómica descansa únicamente en los esporádicos raptos de lucidez de su elenco. El problema es que se trata de una lucidez siempre individual antes que colectiva, como si el realizador no supiera cómo domar ni encorsetar a sus intérpretes, quienes pululan por la pantalla exhibiendo registros humorísticos que de tan disímiles se vuelven imposibles de amalgamar. El resultado es, entonces, similar al de uno de esos equipos de fútbol lleno de estrellas que juega mal porque cada uno parece hacer básicamente lo que se le canta.
El peso de la camiseta 10 recae en Galifianakis. Suerte de Jack Black más oscuro y definitivamente más tristón (ver sino esa muy buena serie que es Baskets, donde interpreta a un hombre dispuesto a todo con tal de ser…payaso profesional), su brillo está cada película más atado a la capacidad del director de turno para contenerlo. Cuando no se lo contiene, pasa lo mismo que con el protagonista de Escuela de Rock: da la sensación que su único recurso es la monería más burda. Los poco más de 90 minutos de Locos dementes son un muestrario perfecto de lo anterior. En ese sentido, no parece casual que el remate de una de las primeras escenas lo tenga al barbado disparándose en el culo cuando trata de guardar una pistola en la parte de atrás del pantalón, o que durante el resto del metraje ande disfrazándose una y otra vez para camuflarse durante su exilio en México, país al que su personaje, un guardia de seguridad nocturno de una compañía de vehículos blindados llamado David, llega después de concretar uno de los robos de efectivo más grandes de la historia de Estados Unidos, llevándose ni más ni menos que diecisiete palitos verdes.
David no da el golpe solo, sino que es el brazo ejecutor de un plan ideado por un ladrón de baja estofa y aspiraciones mediáticas (Owen Wilson) que a su vez es amigo de una ex compañera de trabajo de David, Kelly (Kristen Wiig). También es su interés romántico, subtrama que se resolverá como mandan los manuales. Lo que hacen ellos es ofrecerle un salvoconducto vía México que David acepta sin saber que en realidad se trata de un engaño. El guardia, inocentón y aniñado, cae en la trampa y comenzará a ser perseguido por policías, agencias internacionales e incluso un asesino a sueldo (Sudeikis) que cruza el Río Bravo con el objetivo de boletearlo pero que después de enterarse que la víctima se llama igual que él decide ayudarlo, decisión que termina convirtiendo al film en una suerte de buddy movie que nunca está a la altura de las circunstancias de sus responsables. Las risas, entonces, habrá que buscarlas en otra sala.