Humor de trazo grueso en un sátira política
Ni Will Ferrell ni Zach Galifianakis se destacan precisamente por su sutileza para hacer humor. No obstante, son dos comediantes populares de sobrada eficacia y su última película, la sátira política Locos por los Votos, los tiene a ambos manteniendo un formidable duelo interpretativo en el que el ganador, como era de imaginarse, es el espectador. La comedia de Jay Roach (el de la saga de Austin Powers y La Familia de mi Novia) puede jactarse de reidera pero dista de ser brillante: el guión de Chris Henchy y Shawn Harwell apela al efectismo más burdo para llegar a su público. A nada se le hace asco aquí: lenguaje explícito, sexo, drogas y crítica social convergen en una historia que interesa bastante menos que muchos de los sobrecargados gags que la nutren. Hay escenas que de tan divertidas valen la admisión a la sala pero la idea daba para más y debería habérsela explotado con mayor rigor. El cambio operado en los personajes hacia el final, por ejemplo, aunque se trate de un vehículo cómico carece de sentido. Y a ninguno de los involucrados en el proyecto parece importarle demasiado.
Desde luego que una campaña proselitista puede ser terreno fértil para todo tipo de conflictos. Con la misma premisa que plantea Locos por los Votos también se podría haber pergeñado un drama o una tragedia que valga la pena ver. Sin ir más lejos recordemos la pesimista visión de George Clooney sobre el ambiente de la política en Secretos de Estado. Otras tantas miserias e hipocresías son descritas en el filme de Jay Roach pero exacerbadas hasta el grotesco para que se luzcan sus actores en pleno plan festivo. Más que una reflexión sobre la decadente actualidad de la gente que detenta el poder o procura alcanzarlo a cualquier costo, la intención aquí pasa por hilar a todo ritmo un humor desbocado, a caballo entre lo políticamente incorrecto y lo simplemente chabacano. El trasfondo de la trama, el que hace alusión a los lobbystas encarnados por Dan Aykroyd y John Lithgow, es de un realismo indiscutible y tranquilamente merecedor de un relato con aspiraciones más serias que esta comedia tan breve como contundente.
Tras dejar por error un desubicadísimo mensaje en el contestador telefónico de una familia tipo, al candidato a congresista por el distrito 14 de Carolina del Norte Cam Brady (Will Ferrell) le diseñan “a dedo” un rival que en el boxeo sería denominado como un “paquete”. Marty Huggins (Zach Galifianakis), el hombre en cuestión, es el hijo de un poderoso ex jefe de campaña (Brian Cox) que se avergüenza de él por un sinnúmero de razones. Con la guía del inescrupuloso Tim Wattley (Dylan McDermott) Huggins le da batalla a Brady en una escalada de bajezas que va in crescendo constante. Después de todo había que justificar la cita del político estadounidense Ross Perot con que abren los títulos: "La guerra tiene reglas, la lucha libre tiene reglas. La política no tiene reglas". Es en esa fricción de dos personalidades contrapuestas que apuntan a un mismo objetivo y que avanzan arrasando lo que se cruce a su paso, que la película gana comicidad a partir del histrionismo histérico de Ferrell y la extraña capacidad que demuestra Galiafinakis para que su personaje de freak sin luces pero querible exhiba algunos vestigios de humanidad. Edificante, moralista y poco creíble en este contexto, el final de Locos por los Votos decepciona por su nulo ingenio para resolver de manera satisfactoria la relación entre sus personajes centrales. No se observa un esfuerzo en ese sentido. Ahora si lo único que se le pide es que provoque unas cuantas carcajadas seguramente esta es una de las mejores comedias que podremos disfrutar este año. ¿Podría ser más de lo que es? Sin dudas. Claro que con la anemia de buenas comedias que sufre la cartelera de cine sus hallazgos quizás terminen pesando más que sus puntos flojos.