Un western crepuscular y fantástico.
El tercer film en solitario del mutante con garras metálicas de X-Men cambia la pirotecnia habitual por una dimensión humana y trágica. Logan no es tanto un superhéroe de historieta como un héroe en el sentido más clásico y homérico del término.
James Mangold ya había avisado. “Si estás buscando coreografías, un desafío a la gravedad o ciudades destruyéndose, ésta no es tu película. Acá la gente se lastimará o matará cuando la desgracia caiga sobre ellas”, se leía en el margen de una de las hojas del guión de Logan, que el realizador y también coguionista compartió en sus redes sociales en octubre del año pasado. Y vaya si cumplió, porque si hay algo que atraviesa de punta a punta las poco más de dos horas del tercer film en solitario del mutante con garras metálicas de X-Men –y segundo a cargo de Mangold después de Wolverine: Inmortal (2013)– es justamente un aire de desgracia generalizado y el cambio de pirotecnia por dimensión humana. Humana y también trágica, con la cercanía de la muerte, el duelo y el padecimiento de la agonía como núcleos temáticos fundacionales. Pero, ¿no era una de superhéroes? Sí, una de superhéroes pero con nada de “súper” y todo de “héroes”, en el sentido más clásico y homérico del término. Suerte de híbrido entre las superficies polvorientas y las criaturas descastadas de Mad Max con el sentimiento de hidalguía de la Trilogía del dólar de Sergio Leone, lo más preciso sería definir a Logan como western crepuscular de tintes fantásticos. Y plenamente consciente de su linaje y también de su contexto.
Que Logan construya sus múltiples capas de sentido sin descuidar la tersura del relato, que sea oscura pero no grave y que inserte con sabiduría algunas escenas volcadas al humor habla de una película hecha con inteligencia y oficio. Que también sea una que entienda que el cine, más allá de los artilugios ficcionales que puedan adosársele, refiere irremediablemente al presente, ya habla de una película no sólo cimentada sobre la inteligencia, sino también sobre el pensamiento. Es, entonces, uno de los cada vez más esporádicos tanques pensantes e inteligentes entregados por Hollywood, uno que pinta la distópica sensación de un mundo en crisis, quebrado, beligerante, egoísta, violentísimo, gris y profundamente nihilista. ¿Primera superproducción de la era Trump? Podría serlo, ya que el film prefiere posicionarse más cerca de “este” mundo que del cada vez más abstracto y fantástico que habitan la mayoría de los encapotados. Incluso podría pensarse que el uso del propio cómic como elemento fundamental dentro del relato es una declaración de esa búsqueda de distancia.
El film apuesta por el despliegue sereno y progresivo de sus cartas. En los primeros minutos se ubica en la frontera entre México y unos Estados Unidos salidos de un noir tex-mex viscoso y sucio. Allí encuentra a Logan (Hugh Jackman, extraordinario) alejado del Wolverine que supo ser, devenido en chofer de limusinas y muy cerca del fin, con dolores crónicos por los efectos de sus particularidades genéticas y la certeza de ser perseguido por las mismas fuerzas gubernamentales que años atrás aniquilaron a cuanto mutante existiera. Pero en realidad no está solo, sino que al sur de Río Bravo esconde al profesor Charles Xavier (Patrick Stewart), cuya mente ha sido declarada “arma de destrucción masiva”, y al rastreador Caliban (Stephen Merchant). Hasta que el pedido del traslado de una nena a la frontera con Canadá por parte de una mujer que lo reconoce altera los planes. No es cualquier nena, sino una con capacidades sobrenaturales que Logan –el personaje, pero también la película– descubrirá cuando las ponga en práctica. Puntazo para un director que muestra los pliegues y recovecos de ese mundo futurista pero cercano mediante detalles sutiles, y define a sus personajes con acciones y no palabras.
Lo que sigue es la marcha de Logan y su “encargo” hacia un lugar que no conviene adelantar. Mucho menos de dónde sale la idea de ir hacia allí. La marcha tendrá mucho de fuga hacia adelante, como la ya mencionada Mad Max, de la que también toma su vértigo, su energía y una estructura de reposo-movimiento-acción constante. Física, siempre pegada al piso y alejadísima del gigantismo, en Logan hay poco y nada de la estética cada vez más cool y bombástica de Iron Man, Thor y compañía. Tampoco de su violencia anónima y despersonalizada: aquí, como vaticinó Mangold, la destrucción es menos arquitectónica que física y espiritual. Y como tal, los cuerpos sangran, los cuchillazos lastiman y los personajes sufren por dentro y por fuera, dando como resultado un relato corpóreo, triste y con una cantidad de litros de sangre digna de una de Mel Gibson. El desenlace es tan redondo, tan preciso y emotivo, que debería servir para que los superhéroes se retiren durante un largo tiempo: la que acaba de estrenarse quizá sea la película definitiva sobre ellos.