INTIMA DESPEDIDA
Tuvieron que pasar tres películas para que se encontrara el tono apropiado para el personaje de Wolverine. Era cuestión de profundizar en el género al cual pertenece, de identificarlo apropiadamente con la figura del outsider, el marginal. Si X-Men orígenes: Wolverine era un film sin rumbo, condicionado por su carácter de precuela, Wolverine: inmortal empezó a darse cuenta de esta necesidad de trabajar los dilemas interiores del personaje y sus carencias afectivas. Por eso esa necesidad inicial de llevarlo a Japón, de ponerlo en contacto con una otredad para así mostrar cuán diferente es de los demás. Sin embargo, Logan consigue ser el film definitivo sobre el personaje (y a la vez su despedida) porque lo revela como un extranjero eterno, incluso en su propia tierra.
Posiblemente una de las claves para explicar el éxito de Logan esté en la violencia que despliega la película. No se trata sólo de las libertades que otorga la famosa calificación R, que tantos réditos (principalmente en la taquilla) le otorgó a Deadpool. El film con Ryan Reynolds funcionaba más que nada desde la provocación y el gesto canchero, aunque había que reconocerle que en sus mejores momentos lo violento se conjugaba con lo paródico. Pero el cierre de la trilogía de Wolverine apunta hacia otro lugar: es una película que duele, y no sólo en las secuencias de acción -donde impera una brutalidad inusual para el mainstream hollywoodense actual- sino desde la misma descripción y exhibición de los cuerpos. Principalmente el de Logan, un ser repleto de cicatrices, de huellas que hablan de sucesos pasados que quedan en un piadoso off.
Y si hablamos de dolor, de cicatrices, de huellas de pasados terribles, el otro componente sobre el que se apoya Logan -y que va de la mano con su violencia- es su estructura argumental y genérica: el film de James Mangold primero sitúa a Logan en un futuro cercano donde los mutantes están prácticamente extintos, cuidando como puede -y con la ayuda de otro mutante, Caliban (Stephen Merchant)- a un nonagenario Profesor X, ocultos e intentando huir de un mundo que no ha cesado de golpearlos. Claro que ese esquema está destinado a alterarse a partir de la llegada de una joven mutante, Laura (notable la debutante Dafne Keen), que, como bien dice Charles Xavier, es muy parecida a Logan, tan parecida que él no podrá -por más que quiera- eludir la responsabilidad que le cae encima. A partir de ahí, en la huida que deberán emprender los protagonistas, es que la película empezará a incorporar una mixtura de géneros, fluctuando entre el western, el drama familiar, ciertos pasos de comedia -hay momentos donde lo insólito cobra características hilarantes-, los dilemas paterno-filiales (la trama está atravesada por diversas relaciones entre padres e hijos, no necesariamente biológicos) y la certeza de la vejez, de la enfermedad, de la muerte, siempre con el esquema de la road movie como marco (ligeramente) ordenador.
Si hay algo que entiende a la perfección Mangold, tanto desde el trabajo en la puesta en escena como desde el guión, es que el personaje de Wolverine es, desde su ambigüedad, un vehículo perfecto para demostrar que la supuesta pureza de los géneros es una ilusión, que la mixtura es permanente y que lo que importa realmente es construir un relato atravesado por una grisácea, cruda y hasta arenosa melancolía. En Logan no se elude lo doloroso y la pérdida, pero tampoco se lo elogia desde un lugar vacuo o celebratorio. No hay épica, tampoco incluso una reivindicación de lo heroico. Hay más bien aceptación de lo que duele y lo que se pierde, de que el universo que habitan el protagonista y los que lo rodean está marcado por la persecución, la agresión, la oscuridad y hasta lo horroroso, lo cual se ejemplifica al máximo en una espeluznante secuencia en una granja.
Esa aceptación es la que permite el gesto final de Wolverine, que ni siquiera puede ser entendido totalmente como de redención, sino más bien como de cumplimiento de un deber vinculado a lo afectivo. Su última acción relevante no implicará salvar al mundo o impedir una gran conspiración, sino proteger a los suyos, brindarse en cuerpo y alma hasta el final, hasta lo que puede dar su ser. En esa estructuración minimalista (con secuencias de alto impacto muy puntuales), íntima, familiar, alejada de la canchereada pero también de la impostación grandilocuente -y por ende, totalmente a contramano de casi todo el cine de superhéroes de los últimos años-, Logan es un film casi romántico y poético, sobre un tipo que busca ser fiel a sí mismo en cuanto empieza a darse cuenta que su tiempo, por fin, se está acabando. Mangold, junto a Hugh Jackman y claro, el gran Patrick Stewart, nos demuestran que, a veces, la despedida es el mayor acto heroico.