Es una comedia que subestima al espectador con recursos humorísticos básicos y previsibles.
El mundo conoció a Julie Delpy a principios de la década del ‘90 por su actuación en la extraordinaria Blanc, de Krzysztof Kieslowski. Después siguió enamorando por sus apariciones en la trilogía Antes del… (amanecer, atardecer, anochecer); en las dos últimas, no se limitó a actuar, sino que colaboró en el guión con el director Richard Linklater y el coprotagonista, Ethan Hawke. Por eso sorprende que Lolo, el hijo de mi novia, su sexto largometraje como directora, guionista y protagonista, sea una comedia tan básica, tan carente de refinamiento.
Delpy se pone en la piel de Violette para abordar una problemática femenina en la línea Maitena: mujeres de cuarentaipico, separadas o solteras, en busca de amor o sexo o lo que venga, tan neuróticas como frontales, sin vueltas para hablar de sus clítoris o de los tamaños viriles que les vienen bien. Ella encuentra rápidamente lo que está buscando, y un poco más también, porque ese provinciano al que suponía una aventura de verano termina mudándose a París y convirtiéndose en su novio. Pero hay un escollo entre los dos: el mentado Lolo, un adolescente de 19 años que vive con su madre y no está dispuesto a perder los privilegios edípicos que le da esa mamá moderna, liberal y malcriadora.
Lo que viene son las mil y una maldades que este grandulón le hace al tal Jean-René para boicotear su relación con Violette. Convengamos que la subjetividad que conlleva la apreciación del cine se multiplica cuando hablamos de una comedia: el sentido del humor es personalísimo. Es decir: tal vez algunos encuentren graciosas las diabluras de Lolo y las consecuentes reacciones de su madre y su candidato a padrastro. Y si uno busca con buena voluntad, termina encontrando alguna que otra situación que merece una sonrisa. Pero la mayor parte del tiempo se trata de un humor que subestima al espectador, básico, previsible, de una ingenuidad rayana en la tontería.