Cruces culturales frente al duelo humano
“¿Está seguro de que es acá?”, repregunta la señora al taxista, sin poder creer que su hija viva en un barrio inundado de comercios árabes. “¿A quién le interesa hablar árabe?”, inquirirá más tarde, en tono bastante más agresivo, cuando se entere de que la chica estudiaba esa lengua. Presentada en gran cantidad de festivales (entre ellos Berlín, Toronto y San Sebastián) a lo largo del año pasado, London River describe el proceso de conocimiento que dos personas de lo más opuestas hacen sobre sus hijos, en circunstancias que podrían ser trágicas. Que la tragedia, la muerte violenta, la condición de víctima casual son cosas que en el mundo actual pueden tocarle a cualquiera es el subtexto de esa historia, en tanto los dos jóvenes desaparecidos podrían estar entre las víctimas –o los perpetradores– de los atentados suicidas que un grupo extremista islámico perpetró en Londres, el 7 de julio de 2005.
Tras un par de llamados sin respuesta a su hija Jane y al enterarse por el noticiero de lo que acaba de suceder, Elisabeth Sommers (Brenda Blethyn) deja su granja en la pequeña islita en la que vive, se toma el ferry y llega a Londres. Casi al mismo tiempo y respondiendo al pedido de la madre, el septuagenario Ousmane (Sotigui Kouyaté) parte desde el interior de Francia en busca de su hijo Alí, a quien no ve desde hace quince años. Obviamente, las peregrinaciones de Elisabeth y Ousmane los harán coincidir, con insistencia de biógrafo. Sobre todo, a partir del momento en que Ousmane descubre a Alí y Jane, juntos en una foto. Que el encuentro entre la blanca protestante y el morocho de dreadlocks no termine en amor –tampoco en epifanías y reparaciones muy notorias– es de agradecer, teniendo en cuenta que es a ese punto donde esta clase de cruces culturales suele llevar en cine.
El otro movimiento interesante es hacer de la mujer (viuda de un marino muerto en Malvinas) una señora no precisamente abierta en materia racial. Cuando conoce a Ousmane evita darle la mano, y cuando sale a recibirla el tendero árabe a quien Jane alquilaba su departamento, retrocede, en ambos como si corriera riesgo de contagio. “No sabés lo que es esto, está lleno de árabes”, comenta horrorizada por teléfono a un vecino de la isla. El realizador y coguionista Rachid Bouchareb (nacido en Francia de familia argelina, de quien en Argentina se conoció la premiada Días de gloria) tampoco se permite hacer de Elisabeth una abanderada de la unión de los pueblos, por suerte también. Pero si hay un hallazgo en London River, un imán inescapable, una línea de fuerza, es Sotigui Kouyaté, nativo de Mali fallecido a comienzos de este año, meses después del estreno de la película. Con una altura de casi dos metros, de brazos largos como cayados y un cayado prolongándolos, Kouyaté es de esa clase de actores que convierten a cualquier película en un documental sobre ellos. Que London River le haya permitido ganar varios premios (incluido un Oso en Berlín) es uno de los grandes actos de justicia del cine reciente.
Conocida sobre todo por Secretos y mentiras, Brenda Blethyn es una representación perfecta de la “mujer común”, a la que según como se la mire puede considerarse ingenua o necia, simpática o irritante, sensible o sensiblera. Si los guionistas no hubieran tenido la lucidez de “ensuciar” toda posible identificación con ella, London River habría corrido riesgo de ser, a su influjo, una película reaccionaria. No lo es. Tampoco llega a ser una “película de hondo contenido humano”, ese castigo del pietismo cinematográfico, gracias al tono seco y contenido que, en líneas generales, tiende a imponer Bouchareb. Pero lo que London River no es termina importando más que lo que llega a ser: en lugar de profundizar una interrogación o malestar político que la hubieran vuelto inquietante, su horizonte parecería ser tan tautológico como lo es el duelo humano.