Drama menor y efectivo que no arriesga definiciones sobre el terrorismo, pero sugiere, con el desprecio y la desconfianza patentes de Elisabeth, dónde está el posible germen de esa violencia.
Elisabeth (Brenda Blethyn) sospecha lo peor cuando se entera por la televisión de una serie de atentados terroristas en Londres, y mucho más cuando su hija, que vive ahí, no le responde los llamados telefónicos. La mujer, religiosa practicante y habitante de un pequeño pueblo, viaja hacia la ciudad para tratar de encontrar a su hija. Ahí se cruza con Ousmane (Sotigui Koyauté), ciudadano africano que vive en Francia y que busca a su hijo, del que no tiene noticias. Ambos, a pesar de las distancias culturales evidentes, irán quebrando ese lazo y uniéndose en la letanía y el dolor.
Sorpresivamente ante semejante telón de fondo (los atentados terroristas de julio de 2005), el director Rachid Bouchareb (productor habitual de Bruno Dumont) no se tienta por la grandilocuencia y elige contar lo mínimo: el dolor interno de ambos padres y el vínculo que se genera entre ellos. Que tampoco (como pasaba en la similar Visita inesperada) convierte la sorpresa de ella ante lo desconocido -los extranjeros, los musulmanes- en una repentina generación de conciencia. Elisabeth es una representante de la población conservadora británica, orgullosa de su esposo muerto en la Guerra de Malvinas, que se siente incómoda si un africano le quiere dar la mano y se asquea cuando descubre que su hija estaba aprendiendo árabe: “¿para qué”, se pregunta.
Esto, que es un pequeño gran acierto, también puede ser una limitación para el film. London river es mínima y precisa, pero a veces esa pequeñez también la hace parecer un poco inocua y liviana. Si bien mucho cine sobre el mundo islámico peca de ingenuo o simplista, Bouchareb no arriesga aquí una mirada mucho más allá de sus personajes.
Parte de los aciertos del film están en las actuaciones. Blethyn, que es una buena actriz, a menudo cae en exageraciones y en un registro que puede irritar, sin embargo aquí está medida; mientras que el desconocido Koyauté (que falleció hace algunos meses) es dueño de un rostro inasible, al que resulta imposible penetrar, y que es funcional al personaje. Su andar, su reacción ante lo que ocurre es un interrogante constante para el espectador. Es la mejor representación de la experiencia humana ante lo terrible. Y aquí, un detalle singular: como entendiendo las características expresivas de cada uno, el director elige poner en primer plano el llanto de Elisabeth y mantiene en un honorable plano general el único instante en el que Ousmane se quiebra.
Es en esos instantes donde comprendemos que la exacerbación de la neutralidad ha sido una decisión de puesta en escena de Bouchareb. Tal vez las expectativas de cada espectador ante el film sean lo que motive reacciones diversas. Así como está, London river es un drama menor y efectivo, que no arriesga definiciones sobre la violencia terrorista, pero que sí se anima a decir, con el desprecio y la desconfianza patentes de Elisabeth, dónde está el posible germen de esa violencia que siempre se prejuzga como externa pero viene bien de adentro.