Londres bajo tedio
Ataque en la casa blanca fue una película de acción desprejuiciada y sin pretensiones de convertirse en otra cosa, que recordó, por momentos, a esa Duro de matar emblemática -luego de la cual el cine de acción jamás sería el mismo- que propone al héroe ubicado en un tiempo y espacio en el que se constituye como la única salvación posible a un ataque criminal de proporciones épicas. Allí Gerard Butler no era Bruce Willis, pero con Morgan Freeman en el elenco hasta el inocuo Aaron Eckhart personificando al presidente más anodino de la historia del cine ocupaba el espacio sin molestar. Completando el cuadro de situación con tiroteos, explosiones y la destrucción de la Casa Blanca casi en su totalidad -algo tampoco tan novedoso-, la película resultó un producto entretenido y -en apariencia- merecedor de una secuela.
Entonces este año llega Londres bajo fuego que reanuda la historia del agente del servicio secreto Mike Banning (Butler), custodio e íntimo amigo del presidente Benjamin Asher (Eckhart) al que no se anima a tutear ni mientras hacen ejercicio y termina sobrando por su estado físico. Banning espera el primer hijo de su esposa, a quien no aparta de su obsesiva preocupación por la seguridad -manifiesta a través de ocho cámaras en la habitación, entre otras cosas-, al tiempo que evalúa su retiro y propone a su colega (Angela Bassett) el madrinazgo de la criatura, anticipando, con ese solo dato y a puro cliché, que algo terrible atentará con la buena resolución de tales proyectos. Todo eso en medio del plan de viaje de escolta presidencial a los funerales del primer ministro británico que acaba de fallecer en una confusa situación en pleno Londres. Como resulta imaginable, lo que les espera en ese destino lejos está de ser una ceremonia protocolar sin sobresaltos.
Si bien toda la intro en el primer acto -que se toma casi media hora, algo excesivo en una película de acción de poco más de noventa minutos- es bastante vergonzosa en cuanto a los lugares comunes en los que cae, el problema más grande llega luego de las primeras secuencias de acción, cuando entre balas y explosiones los diálogos se hacen cada vez más planos y hasta con mensajes cuestionables -como el que deja entrever la tortura casi por gusto por parte de Banning a un terrorista- y las situaciones de supervivencia se suceden careciendo de un sostén argumental, de un guiño que las justifique aunque sea para sacar una sonrisa cómplice en el espectador. Las “salvadas por un pelo” al estilo Indiana Jones y la calavera de cristal volando dentro de una heladera para huir de una explosión nuclear, aquí son sólo fruto de la buena fortuna de los protagonistas. Y ni siquiera de todos, sino de los necesarios para que no se termine todo a los 40 minutos.
Es curioso que el director iraní Babak Najafi debute en Hollywood luego de dirigir algunos episodios de Banshee -curiosamente una serie exquisitamente balanceada en sus dosis de drama y acción- aquí falle en todos los flancos, salvo, quizás, en el dejar bien en claro el discurso imperialista del film que pinta a los “héroes americanos” como auténticos exterminadores de sus contrincantes sin que puedan exhibir ánimos de buscar grises o de repensar tácticas menos letales a la hora de desmantelar un complot de gran envergadura. Podría decirse que -sin ser casual la nacionalidad del director- todo forma parte de una comunión que pretende ironizar o auto parodiar al sistema de gobierno americano cuando es sometido a la presión terrorista, pero lamentablemente Najafi no es ni Paul Verhoeven ni Jonathan Demme como para lograr el nivel requerido de ironía. Entonces esta respuesta brutal del héroe encarnado por Butler, no es más que eso y rodea a “los buenos” de un manto de tosquedad y apatía difícil de reconciliar con el espectador.
Y eso mismo es lo que le sobra al film, personajes toscos con líneas de diálogo ridículas y acciones exacerbadas que van más allá de lo temerario. Un presidente que parece desactivar su capacidad para liderar cuando está en peligro y no tiene ni una sola objeción o reproche para hacerle a su custodio, que no deja de mostrarse como un cavernícola con buena puntería, y un campo de batalla enmarcado por cientos de terroristas armados y entrenados que no pueden con un solo hombre sin que haya un mínimo intento por justificar esa disparidad. No es que se juzgue el verosímil, sino la falta de recursos para simularlo. En Comando Mark Lester tenía a Schwarzenegger como el héroe que se cargaba a un ejército completo y jugaba a esto perfectamente porque se burlaba de ese virtuosismo para la masacre del personaje central, pero aquí el director pretende tomárselo en serio sin tener en cuenta que para eso hace falta apostar al realismo minucioso y detallista y una vez más, vuelve a fallar.
Al igual que lo hiciera su colega Anthony Hopkins, Morgan Freeman en reportaje promocional de esta misma película volvió a confesar que su única motivación para aceptar estos papeles es el dinero y que la construcción de su personaje se suscribe casi con exclusividad a lo que esté escrito en el guión. Y así y todo, con las pocas ganas de sostener la mitología que predica que un actor de semejante prestigio busca un desafío tras otro, Freeman gana sólo con su sinceridad. Pero puede darse el lujo de hacerlo porque cumple con su tarea dignamente, cubre ese mínimo para que el producto sea creíble porque sabe de qué se trata y juega su rol sin mayores pretensiones. Lamentablemente ni el director ni los productores de Londres bajo fuego llegaron a cubrir ese mínimo, necesario para que una secuela de acción que hubiese sido bien recibida termine transformada en un panfleto fascistoide sin gracia.