Con el tiempo, probablemente esta película será considerada una obra maestra. En la superficie, es la historia de un asesino a sueldo que mata limpiamente en el pasado víctimas que le envían del futuro (un crimen perfecto). Pero todo se da vueltas cuando su víctima, él mismo pero treinta años más viejo, lo enfrenta y huye. Todo en un paisaje futuro absolutamente verosímil, donde la brecha entre ricos y pobres es enorme y global, donde los valores morales han perecido. Y donde, además, acecha desde el futuro un ser sobrenatural. Pero todos estos elementos, notablemente dosificados para que ninguno pase por demasiado fantasioso en el transcurso de la trama, son menos interesantes que la habilidad para filmar –de modo clásico y novedoso– la acción (nunca de más, siempre precisa) y, sobre todo, la perfecta historia de amor y piedad que el film, como una auténtica parábola, esconde.
Hay muchas huellas de films pasados (“Terminator” y “La furia” son las más obvias) pero también del western, el policial negro –negrísimo– y el melodrama. El despliegue visual del film, notable, no es en modo alguno inútil, sino que es sutil y está al servicio de la trama. Por una vez, Joseph Gordon-Levitt justifica su fama, mientras que Jeff Daniels y Bruce Willis dotan de una gran profundidad a personajes que exceden –con mucho y por obra del director– su carácter de elementos necesarios a la trama. Porque aquí ni el más malo de los malos deja de ser humano, y en ese secreto radica la potencia emotiva de esta historia de un sacrificio piadoso.