Estética y decepción
Lore es una abreviación de Hannelore, un nombre común en Alemania. Lore se llama la protagonista de este filme, en el que una joven nacida en el seno de
una familia nazi aprenderá con dolor que la utopía del Führer era tan sombría como la propia experiencia persecutoria en la que está atrapada junto a sus hermanos. Lo que Cate Shortland pretende filmar en Lore es una toma de conciencia y, si lo consigue, no está de más preguntarse cómo.
Los primerísimos planos iniciales podrían remitir a un comercial de crema de enjuague. Lore desenreda su cabello en el baño mientras su hermana juega a la rayuela en el patio. Puro cine atmosférico. La paleta de colores elegida, el montaje cruzado y la elección musical anticipan una estética. Partiendo de esa indicación formal la escena revela finalmente su densidad narrativa: el padre de la familia ha llegado a casa tras una larga ausencia, para organizar un escape en conjunto. Él es un oficial de la SS, los aliados vienen por él y fugarse resulta un imperativo de supervivencia.
Huirán a una casa de campo, su primer refugio. Más tarde, Lore y sus hermanos quedarán huérfanos y desamparados. La esperanza será llegar a la casa de su abuela en Hamburgo, pero lo que importa aquí no es tanto el destino sino el camino, que sirve para contemplar cómo se va desmantelando una ficción colectiva y familiar. En efecto, Lore no sólo tendrá que confiar su suerte a un joven judío que desprecia (pero también desea), sino también asimilar el lugar de su padre en la delirante dramaturgia de exterminio nazi.
El filme de Shortland se limita a impregnar un estado de ánimo, que bien podría llamarse de destitución subjetiva, apelando a un contraste entre la armonía del mundo natural y la crueldad del mundo de los hombres. Por ejemplo, en la secuencia más emblemática combina trazo grueso con esteticismo efectista: un disparo sobre un cuerpo de un niño se neutraliza con planos detalles del césped y panorámicas de un bosque.
De allí que lo más destacable del filme recaiga en el notable trabajo de la debutante Saskia Rosendahl, que debe sortear las típicas escenas (de sexo y muerte) para declarar al mundo como un lugar moralmente inmundo
Para filmar el nazismo, incluso para intentar conjurarlo cinematográficamente, se necesita eludir el kitsch, por el que el lugar común se embellece para detener el pensamiento. He aquí el dilema estético de Shortland. Sucede que las buenas intenciones son loables en el teatro de la conciencia, pero resultan insuficientes para una puesta en escena digna de combatir la naturaleza del fascismo en la intimidad de los hombres.