Doloroso despilfarro de una gran historia
Dos horas de un doloroso despilfarro de un material de base extraordinario: la historia de los 33 mineros atrapados más de dos meses 700 metros bajo la tierra en la mina de San José en Copiapó, Atacama, Chile, que en 2010 conmovió al mundo. Los 33, la película dirigida por la mexicana Patricia Riggen, es uno de esos productos ridículos que cuesta entender cómo han logrado atravesar los múltiples controles de calidad que suele tener Hollywood, incluso para estos cruces latinoamericanos. Actores y actrices multinacionales hablan un inglés deficiente en diversos grados (para "dar" latinos), Juliette Binoche hace de vendedora de empanadas y nos prodiga un cocoliche con terminología chilena para describir el relleno, de repente una actriz canta en castellano. Pero ésos y otros son problemas menores, convenciones y hasta torpezas que podrían pasarse por alto. El problema basal de este film es su incapacidad para narrar, su imposibilidad de armar secuencias que tengan tensión interna, que acierten en el tono, que no abusen de modos de telenovelas vetustas.
Si había una posible línea argumental sobre la camaradería entre los políticos y los excavadores del afuera se da por sentada, no se construye y queda una pura carcasa, actores actuando la camaradería, pero sin sustento en los personajes. Si había posibles situaciones de tensión entre los mineros, lo que vemos y oímos es básico y anodino. El minero principal es interpretado por Antonio Banderas, quien puede ser un intérprete temible, y que aquí aterra en su descontrol gestual y de tonos al borde de la autoparodia. La película cuenta con música de James Horner, que supo musicalizar con gloria Titanic. Por su parte, la fotografía es de Checco Varese, el mismo de El aura. Pero aquí no están ni James Cameron ni Fabián Bielinsky en la dirección y nadie brilla, nada se potencia. Riggen rejunta, pegotea, se dedica a mostrar al presidente -Piñera, interpretado por Bob Gunton- incluso antes de contarnos cómo les llegará la comida a los mineros: venía contando el hambre y pone eso en pausa para un momento de evidente propaganda.
Este abandono de la escasa tensión narrativa conseguida se da porque Riggen y su equipo parecen no confiar en el cine, sino en la mera ilustración audiovisual artera y chapucera. Que a pesar de todo esto sobre el final haya algún rastro de emoción no es responsabilidad de este film, sino de la magnífica historia real. Da ganas de imaginar cómo habría sido el relato en manos de alguien como Frank Marshall, que en ¡Viven! supo muy bien cómo narrar otra historia real increíble, ubicada en la cordillera de los Andes.