Tarantino en pleno dominio de su arte
Si en Django sin cadenas, Quentin Tarantino invertía y parodiaba el racismo implícito en El nacimiento de una nación, la película de D. W. Griffith que, en 1915, de algún modo inauguró el western con la famosa cabalgata redentora del Ku Klux Klan en el final, en Los ocho más odiados retoma género y época -la historia se desarrolla a poco de terminada la Guerra de Secesión- para elaborar una película que vuelve a condensar las constantes de su cine, pero añadiéndole una dimensión política más definida. En ese sentido, y más allá de una probable utilización como estrategia publicitaria, suenan coherentes las polémicas en las que el director se vio envuelto en las semanas previas al estreno del film, a causa de su activa protesta contra la brutalidad ejercida por la policía de su país en detrimento de la comunidad negra.
Maestro de la audacia estructural, Tarantino arma una bomba de tiempo que tarda en explotar, pero logra efectos devastadores cuando finalmente se activa. Recién a los 100 minutos de película se dispara la primera bala, pero la tensión en el ambiente se respira muy pronto, cuando una diligencia cruza el helado e inhóspito paisaje de Wyoming (todavía hoy el Estado menos densamente poblado del país) con Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh), una inquietante criminal atrapada en plena fuga, y The Hangman Ruth (Kurt Russell), un cazarrecompensas impaciente y golpeador (Kurt Russell), a bordo. A ellos se terminarán uniendo a lo largo del viaje personajes de una calaña parecida: un ex combatiente negro del ejército del norte durante la guerra, también transformado en cazarrecompensas (Samuel L. Jackson, bautizado Marquis Warren en homenaje al director del western televisivo Rawhide, estrenado en la Argentina como Cuero crudo), y Chris Mannix, enrolado en las tropas del sur durante el conflicto y ahora nuevo sheriff de Red Rock, destino final de un viaje que, se intuye rápido, será muy accidentado. La parada en un refugio en medio de la zona montañosa, a la que se ven obligados debido a las inclemencias del clima, no mejorará las cosas. Allí aparecerán otros personajes extravagantes y sospechosamente opacos que, como ocurría en los westerns de Anthony Mann, se evidenciarán ante todo como desesperados que intentan sobrevivir en un territorio sin leyes claras. Tarantino recurre a un formato ideal para la epopeya en grandes paisajes abiertos (70mm), pero reconvierte el gesto nostálgico y fetichista en una apuesta atípica: Paul Thomas Anderson ya había logrado con ese mismo formato transmitir el desaliento del personaje de Amy Adams en The Master con rigurosos primeros planos, los mismos que Tarantino utiliza para sintetizar la resistencia de la indómita Domergue en su magullado rostro, devenido sobre el final en el de la famosa Carrie de De Palma, una de las múltiples citas de un cineasta que ha hecho del reciclaje uno de los pilares de su estilo (Jennifer Jason Leigh está magnífica y debería llevarse un Oscar).
Pistas sutiles
En pleno dominio del arte de la puesta en escena, Tarantino usa a su favor una banda sonora tensa y gélida como el clima que rodea a esa cabaña solitaria convertida en escenario a pequeña escala de la epopeya americana (después de cinco nominaciones fallidas y el consuelo del Oscar honorífico en 2006, Ennio Morricone también debería llevarse esta vez una estatuilla), le da espacio una vez más a los habituales parlamentos extensos y derivativos que suelen disparar sus personajes, siembra pequeñas y sutiles pistas para que el espectador atento pueda aprovechar los juegos con el tiempo en favor de reconstruir minuciosamente la trama (ahí está esa golosina insignificante que permanece en el piso como una señal que cobrará sentido una vez que entre en juego el flashback) y dosifica con inteligencia la información durante un tiempo prolongado para que al final, cuando la ansiedad nos carcome, el rompecabezas cierre a la perfección. Samuel L. Jackson oscila entre el mercenario amenazante y el comedian cowboy con una fluidez asombrosa. Y Tim Roth y Michael Madsen aparecen como testimonio vivo de la autorreferencia, estadío superior de la marca Tarantino: igual que en Perros de la calle, el dolor insoportable de una herida de bala no es un impedimento para seguir hablando como un loro y representar una amenaza. En el epílogo de la historia hay apariciones sorpresivas, más sangre, pólvora, cinismo y mucho humor negro.
Esta especie de Gran Hermano virulento y desquiciado en el que es posible encontrar ecos del arte de John Ford, Sergio Leone, John Carpenter, Sam Peckinpah, Elmore Leonard, Agatha Christie y hasta Harold Pinter es probablemente el film más político y moral de Tarantino. Nos dice que el parto de una nación siempre es sangriento y revulsivo, que implica más perdedores que ganadores y que los crímenes, de una manera u otra, se terminan pagando.