El espectáculo de la muerte
En una cabaña, mientras esperan que una tormenta de nieve afloje, un hombre le cuenta a otro una breve historia. Una historia de venganza. Una historia, por eso mismo, de muerte. La indudable pericia del narrador produce en su interlocutor –y en varios otros que tambiénesperan- una atracción inmediata. Desde el principio cautiva su atención y provoca en él miedo. Cada una de las palabras que escucha lo hace temblar, removerse incómodo en su cálido sillón. La historia que escucha es, sin lugar a dudas, terrible. Contiene tortura, sadismo, perversión. Y sin embargo, acaso por un afán provocador irresistible, el hombre que cuenta pareciera truncar de pronto su relato mediante la disposición de una conclusión banal, canchera y sin gracia que precipitará una reacción violenta, un arrebato de furia. La pérdida del hasta ese momento conservado autocontrol.
La escena pertenece a Los ocho más odiados (The Hateful Eight, 2015), la última película de Quentin Tarantino. Una escena fundamental, pero no por su repercusión dramática, sino principalmente por lo que revela, por lo que logra evidenciar una vez acabado el film: la notable capacidad narrativa del director norteamericano, tantas veces subrayada, tantas veces apreciada con justicia por su público fiel, se encuentra en la actualidad agotada. Si una de sus característicasfue siempre la astucia –la astucia de su escritura cinematográfica-, cualidad indispensable que le permitió narrar la violencia comoprincipio de placer fundante en su país, esta última película demostrará lo contrario: su desesperanzadora ausencia. Como si al director de Perros de la Calle o Jackie Brown tan solo le importara configurar un escenario ideal que le permita desplegar la exhibición de una violencia que es antes que nada –y antes que todo- gratuita.
La octava película de Tarantino es un western. La historia transcurre casi en su totalidad en un único espacio cerrado, pocos años después de la Guerra de Secesión. El conflicto racial, como en Django sin cadenas, será uno de los ejes centrales de la trama. En la “Mercería de Minnie”, un sencillo hospedaje entre las nevadas montañas de Wyoming, un grupo de hombres, con diversos prontuarios y destinos, deberá refugiarse hasta que amaine el temporal. Así entonces se encontrarán compartiendo forzosamente la velada John Ruth, un violento caza recompensas que lleva consigo a su prisionera Daisy Domergue; Marquis Warren (el siempre dispuesto Samuel L. Jackson), un excomandante negro que luego de ser expulsado del ejército se ha convertido también él en un cazador de fortunas; Chris Mannix, un torpe hombrecillo que se presenta como el nuevo sheriff del pueblo; Bob, un mexicano sospechosamente a cargo de la cabaña -Mannie, su dueña, debió partir por asuntos familiares-; Oswaldo Mobray, el verdugo del condado -un breve parlamento de su autoría, sobre la justicia fronteriza y la civilizada, ofrecerá la posibilidad de confirmar el agotamiento de otro de los rasgos de estilo de QT: monólogos queahogados en su condición fetichizada ya no sorprenden-.En la posada también espera Gage, un silencioso vaquero dedicado a escribir su propia vida. Y por último, el General confederado Sanford Smithers (un siempre impecable Bruce Dern), viejo racista ya retirado que busca el paradero de su hijo muerto. La tormenta es feroz y empeora. Ya es de noche.En la cabaña reina la sospecha. Un secreto se esconde. No será necesario mucho más para que todo se pudra.
Desde luego queabundarán rostros desfigurados, balas que destruirán cabezas, sesos que volarán por los aires. Pero la balacera y los charcos de sangre terminarán por opacar una narración que se descubrirá finalmente pobre. El estilo de Tarantino, alguna vez definido por el poder de la palabra y por la producción simbólica de la violencia, sustentado en especialpor su lucidez narrativa, se revelará en Los ocho más odiados desinflado, pueril. Casi como una broma de su propia poética, casi como una falsificación grosera de su gran obra. A fin de cuentas, su última película no es más que la contemplación gozosa de la muerte. La celebración alucinada y estéril de su espectáculo.
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