La canción perdida
El eje político-vengativo es clave en el desarrollo de la nueva película de Tarantino, pero el exceso de soliloquios conspira contra su trama.
“Vayamos más despacio. Vayamos muuuucho más despacio”, dice el Mayor Marquis Warren (Samuel L. Jackson) en medio de la investigación detectivesca en la que en un punto se transforma Los ocho más odiados. En la escena –que se extiende por más de diez minutos–, Warren habla y habla y habla mientras los “sospechosos” lo escuchan casi sin decir nada. Gracias a la habilidad con el monólogo tarantinesco que tiene Jackson (si Tarantino fuese Shakespeare, Jackson sería su Laurence Olivier), la escena nunca decae, pero a la vez no tiene ninguna razón para existir más allá de las ganas del guionista/director de ubicarla ahí. Ese y tantos otros soliloquios de las películas de Quentin Tarantino funcionan de similar manera a la de un solo de guitarra para una banda de rock: son esos momentos en el que el músico más hábil del grupo pela sus talentos para impresionar a la audiencia. En sus mejores películas, esos solos complementan una melodía casi perfecta. En Los ocho más odiados son solos en busca de una canción perdida.
Hay mucho de Tarantino que es similar a un guitarrista de rock talentoso pero muy creído de sí mismo. El hombre supo (sabe) componer grandes canciones y patentó una manera de tocar que casi no existía. Aquí, sin embargo, se parece más a esos músicos que ya repiten yeites conocidos a pedido del público extasiado que quiere más y más de lo mismo. En su caso, una referencia visual a un oscuro western clase B, un toque musical inesperado, un personaje llamado como el de tal o cual película, un monólogo que se detiene en simpáticas nimiedades y estira una situación de tensión hasta lo imposible, y así. Cuando llega ese discurso de Jackson uno no puede evitar pensar que está viendo una parodia de sus películas o una hecha por un muy buen imitador suyo, alguien que se sabe de memoria toda su filmografía y trató de hacer una como las de él.
Más que un western, Los ocho más odiados es una remake disfrazada con sombreros y engordada con minutos de Perros de la calle. Transcurre en su mayoría en una locación en la que hay que descubrir si alguno de los que están ahí no es quién dice ser y prepara en realidad una trampa. En este caso, para liberar a Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh), una mujer a la que han puesto un precio por su cabeza (10 mil dólares que, en 1870, debería ser una fortuna) y que es llevada a la horca por un caza-recompensas, John Ruth (Kurt Russell), que nunca hace caso a aquello de “Dead or Alive” y prefiere llevar a sus víctimas vivas y verlas morir con sus propios ojos. Viajando en una diligencia en medio de una tormenta de nieve se cruza con otros dos personajes que se suman al viaje y lo acompañan hasta esa parada en la ruta: el citado Warren (Jackson), otro cazador de recompensas con sus propias víctimas, y quien dice ser el nuevo sheriff de Red Rock, el sureño renegado Chris Mannix (Walton Goggins).
En el viaje (que se extiende casi 40 minutos) ya queda claro que Tarantino espera que saboreemos cada diálogo como si fuera un delicioso plato de procedencia exótica que nunca nadie probó antes. Pero pese a esos excesos, los intercambios entre los personajes son lo suficientemente ricos como para ir generando expectativa por lo que vendrá. Y lo que viene es la Mercería de Minnie, allí donde se detiene la diligencia y la película también, como si hubiera chocado contra un iceberg con proscenio. En ese paraje encontrarán otros cuatro personajes que harán pensar a los dos hábiles caza-recompensas que los espera una trampa. Ellos son Oswaldo Mobray (Tim Roth), un verdugo de origen inglés; Bob (Demian Bichir), un mexicano que quedó a cargo del lugar ante la ausencia de su dueña; Joe Gage (Michael Madsen), un hombre parco y con cara de pocos amigos, y un general confederado (Bruce Dern) que está buscando a su hijo por esos desolados parajes. La trampa también le espera al espectador, que ve cómo ese potencial western intrigante de exteriores bellos y amplias vistas, en el que cuatro buenos personajes se sacaban chispas mientras avanzaban por la nieve, se convierte al llegar ahí en algo muy parecido a una obra de teatro en la que durante un rato lo más importante parece ser explicar cómo se cierra la puerta del boliche.
Lo que une a estas dos partes –y a la tercera, que se inicia cuando la sangre empieza a correr– es un eje temático interesante. Han pasado pocos años desde del final de la Guerra Civil en Estados Unidos y las rivalidades y tensiones que quedaron como consecuencia de esa batalla entre el Sur y el Norte son fuertísimas. Y Warren –un negro emancipado y con un largo historial de actos violentos contra sureños racistas durante la guerra– no es del todo bienvenido por aquellos que, como el sheriff y el general, no se llevan nada bien con la idea de un negro con armas y poder. Como en las anteriores dos películas de Tarantino (la extraordinaria Bastardos sin gloria y la muy buena Django sin cadenas), el eje político/vengativo es clave en el desarrollo de los acontecimientos. Es claro que Quentin está queriendo hablar de algo más que simplemente hacer un juego a lo Agatha Christie de descubrir quién es el culpable. El problema es que, a diferencia de aquellas dos películas, el tema aquí se siente un tanto impuesto desde afuera y no surge naturalmente de las situaciones.
Pero el problema de la película no es ése sino que el regodeo de Tarantino en escuchar el sonido de su propia voz (además de los soliloquios inconfundibles, el propio director funciona como narrador en un par de escenas que, raro en su cine, parecen necesitar explicación para ser entendidas) se vuelve agotador y no hay tensión suficiente en la situación que lo amerite. La urgencia y desesperación por sobrevivir a los nazis en Bastardos… era tal que uno podía ver a Christoph Waltz fumar su pipa por minutos sin casi poder respirar de la tensión que eso creaba, pero aquí uno tiene la sensación de que cualquiera puede morir en cualquier momento y nada cambiaría demasiado. Y eso le quita intensidad a esas largas parrafadas “tarantinescas” que preceden a la acción.
Y ni hablemos de los “sospechosos”: no hay un villano en la película que atemorice ni inquiete al espectador. Warren siempre parece estar un par de pasos adelante de los demás y es lo más parecido a un héroe (a la manera de Tarantino, claro, pero héroe al fin) que la película tiene. De hecho, los actores que aparecen recién en la cabaña (especialmente Roth y Madsen) están bastante desaprovechados y sus personajes no cobran nunca vida. Recién en su última parte, cuando se nos ofrece, por fin, una necesaria vuelta de tuerca que sacude las agujas del tediómetro, la película recupera la potencia: de allí en adelante es violencia pura, brutalidad al máximo y anárquico gore de película clase B. Es indudable que Los ocho más odiados mejora a partir de ese momento, pero acaso sea demasiado tarde para validar mucho de la larga previa: cuando empieza el rock and roll uno ya está bastante cansado.
En más de un sentido, Los ocho más odiados es una película que Tarantino podría haber hecho antes de Bastardos… y después de Kill Bill: le falta la inteligencia política ensamblada en sus historias que hizo que su cine más reciente sea más complejo que el previo, que era el de un cinéfilo memorioso y superdotado que vivía en un mundo que empezaba y terminaba en una pantalla. La película en ese aspecto es un retroceso: parece el producto de un niño caprichoso que se quiere salir con la suya. ¿Cómo? Llevando al estudio a filmar en 70mm cuando el escenario es propio de una obra teatral, a que la duración se extienda lo que sea sin motivo que lo justifique, a tener monólogos de chico provocador (la anécdota brutal que cuenta Jackson, el reiteradísimo uso del nigger, los permanentes golpes a Daisy, la única mujer del grupo y la única que la liga durante toda la película de mil maneras posibles), a filmar sólo en escenarios reales y con nieve natural cuando casi todo es en interiores, y un largo etcétera. De todos modos, sigue siendo un tipo talentoso que puede sacar magia de unos textos a veces deliciosos (generalmente cuando están dichos por Sam Jackson o, en este caso, también Russell) y que todavía nos sorprende con giros narrativos y escenas inesperadas. Pero en este caso se topó con su gran limitación como cineasta: creer que todo lo que se le cruza por la cabeza es genial y merece estar en una película. Y no, no siempre es así.