La verdad por mitades
1-Tarantino cineasta
Es la octava película de Quentin Tarantino y puede que muchos aún no se dieron cuenta de que es un gran cineasta. Cuando digo cineasta me refiero a su enorme capacidad por manipular las herramientas del lenguaje y el tiempo, por integrar todas las referencias históricas y genéricas para construir una mirada propia. Uno puede jactarse de lo que ha visto y de tener muchísimas ideas; el tema es qué hacer con todo eso. Los 8 más odiados es un festival cinematográfico antes que nada y confirma otra vez que su director está por encima de fans, analistas, críticos y comentaristas, porque su patria (como la de los grandes) es el cine. Sin embargo, varias voces se preocupan por medir los índices de violencia en pantalla cuando, a decir verdad, es la película con menos escenas explícitas en este sentido. Hay una razón: en este último tramo de su carrera, Tarantino se ha vuelto más político y escéptico con respecto al mundo y a su propio país. La diferencia con otros es que no resigna la pasión por el cine ni se consagra al registro más banal ni directo, en una época donde el consumo de la violencia se multiplica en infinidad de pantallas y de formas solapadas. Para tal complejidad, responde con un film, aparentemente sencillo (y que muchos clausurarán en el sistema de referencias) pero que crece a pasos agigantados a medida que nos interna en sus paisajes desolados y asfixiantes, en un cruce genérico que va desde el spaghetti hasta el policial de enigma, paseando por la claustrofobia del terror, para concluir en la tragedia, anticipada desde el comienzo por la magistral música de Morricone y la imagen del Cristo de madera, apagado en la nieve, en una tierra que aparece bella como desolada. ¿Una tragedia?
2-Un poco de Edipo, Freud y Foucault
Sófocles escribió Edipo rey, una de las grandes tragedias de la historia, y fue probablemente una especie de Tarantino en su época. La estructura de la obra teatral quiebra la linealidad narrativa de manera tal que son los fragmentos dispuestos en diversos lapsos temporales y espaciales los que permitirán la reconstrucción posterior, uno de los recursos predilectos del cineasta norteamericano. Como todo texto clásico, despertó diversas interpretaciones a lo largo del tiempo. Dos de ellas son las más conocidas y pertenecen a dos pensadores claves del Siglo XX. La primera dio origen a la famosa teoría psicoanalítica sostenida por Freud, el famoso “complejo de Edipo”, y fue el eslabón inicial para que se difundiera una de las formas más perniciosas de lectura del arte cuyo fundamento es psicoanalizar todo y trasladar categorías textuales al inconsciente del creador; la segunda, que devino en una alternativa saludable para conferir siempre un valor relativo a las cosas, pertenece a Foucault, quien descartó el tema del incesto como excluyente y se centró en las relaciones entre verdad y poder, amparado en ciertos signos religiosos y culturales de la sociedad griega de entonces (cuya sexualidad era mucho más abierta).
Haciendo una extrapolación necesaria para el caso, se podría decir que existen los críticos freudianos que, con la mejor intención, interpelan las películas de Tarantino y destacan palabras tales como “ego, ombliguismo, vanidad cool, machismo, misoginia”, expresiones todas cuya sentencia implícita parece decirnos que lo que vemos en pantalla es un correlato de la personalidad del director. Se trata de un problema generalizado en el que reiteradas veces incurrimos y puede provenir de primeras impresiones o visiones apresuradas. Modestia aparte, prefiero hoy ponerme del lado de Foucault.
Los 8 más odiados es un gran film y no se agota en una sola pasada. Hay, por lo menos, tres o cuatro formas de verlo según focalicemos nuestros ojos. La criticada, por varios, pantalla ancha de 70mm habla de una amplitud para que busquemos esos signos y al mismo tiempo quedemos atrapados en el ambiente como testigos directos. Por ejemplo, podríamos ver la película exclusivamente centrados en la mirada de la prisionera, Daisy Domergue. Y esto es posible porque uno de los ejes de la historia tiene que ver (al igual que con Edipo rey) con el rompecabezas que se nos propone, donde cada personaje tiene un saber, una parte de la verdad, antes de llegar a Red Rock. ¿Qué sabe cada uno del otro? ¿Qué sabemos como espectadores que ellos no saben? Las respuestas vendrán dosificadas en un entramado que se ofrece por mitades, por partes, y para eso siempre es necesaria la presencia de un testigo. Es lo que ocurre desde la aparición de Warren en la diligencia de John Rutt y en la sucesiva incorporación de personajes que se suman al drama. De esta manera, las mitades se van uniendo hasta el estallido final. Se trata de un sutil juego que aparece disimulado, nunca subrayado, porque pese al predominio de los diálogos, las imágenes, el ritmo, los gestos y las miradas harán el resto. Entonces, la verdad en Los 8 odiados se ofrece por tramos (como en Edipo rey), donde saber significa poder, aunque sea transitorio. En este sentido, los roles se desplazan, se complementan, se separan. Warren y Domergue cruzarán miradas extrañamente cómplices frente a Ruth en la diligencia (uno es negro y la otra mujer, dos estratos maltratados entonces y ahora en EE.UU.), y sin embargo, se separarán drásticamente apenas unos minutos después, para no caer en tesis sociológicas facilistas con motes de seriedad. Allí donde el discurso ideológico se asoma demasiado, aparecen las inyecciones de cine.
Lo cierto es que hasta la charla más trivial funciona como una excusa para que los interlocutores se pongan a prueba, para indagar qué sabe uno del otro, o qué esconde. En el establo, Warren y el mexicano conversarán sobre la manera de fumar de Minnie. En realidad, finalizado el intercambio, sabremos que era una estrategia para acceder a otra parte de la verdad.
Uno de los capítulos se titula “Domergue tiene un secreto” y aparece por primera vez la voz de un narrador asumiendo la del director de una puesta en escena. Un nuevo intérprete de la realidad se anuncia y expresa sólo lo que vemos pero desde otra perspectiva. Tenemos entonces otra parte del todo que enriquece el tablero de posibilidades y que parodia la idea de omnisciencia en tanto y en cuanto sólo repite lo que vemos.
Una de las objeciones incomprensibles que se le han hecho al film es su supuesta disparidad en la duración de las partes. Se trata de otra observación apresurada si se tiene en cuenta que todo el tramo inicial va juntando las partes que se irán encastrando y anticipando el tablero donde todas las piezas se junten. El espacio dramático se modifica pero no las intenciones de intensificar la cadena de versiones y el camino a la inevitable fatalidad.
3-Justicia a la americana
La venganza y la violencia siguen siendo dos temas fundamentales para Tarantino. Desde Bastardos sin gloria se podría conjeturar que ha estado más asociada a pensarlas en función de cómo es consumida por los espectadores, de manera tal que algunas secuencias son trabajas desde ese punto de vista, enfatizando la posición de la butaca. Puede ser el mismo Hitler en la sala en los momentos previos a la revancha planificada por Shoshana, o el disfrute de Calvin Candie en las peleas de esclavos en Django sin cadenas cómodamente sentado en el sillón (que podría ser el de cualquiera de nosotros frente a la pantalla de televisión). En Los 8 más odiados el recurso se intensifica y se problematiza. En el minuto trece asistimos al primero de los diálogos más jugosos dentro de la diligencia. Rutt manifiesta su intención de entregar a la mujer esposada para que la ahorquen y así cobrar la recompensa. Warren le pregunta si no tiene sentimientos encontrados al respecto y parece inquietarse ante la rotunda negativa del interlocutor.
Más adelante, comenzamos a conocer por otro personaje detalles de Warren: el mismo que introducía el tema de la piedad no vaciló en quemar a 37 hombres. Lo revela el sheriff Mannix ante el asombro de Rutt. Luego, cuando el espacio claustrofóbico de la diligencia se traslada al negocio de Minnie, Warren redoblará la apuesta y tendrá su momento de venganza y goce cuando le cuente al general Smithers la forma en que mató a su hijo. Toda la secuencia es un prodigio en cuanto al manejo del tiempo y de los ángulos de cámara. La violencia se incrementa, el tiempo se dilata, y no sólo es suficiente con escuchar, también hay que ver, por ello el flashback inserto con fragmentos de la tortura. En el momento culminante del relato, el rostro de Warren está encendido de lujuria, mientras que el cuerpo de Smithers es el del espectador, apabullado, instigado al límite de lo soportable. La cámara se cierra lentamente hacia el primer plano para indagar en su parálisis momentánea. Luego vuelve sobre Warren, quien lo (nos) desafía a ver cuánto va aguantar esa verdad, que su hijo haya sido ultrajado y torturado en la nieve. Lo que sigue es esperable. Tarantino no tiene careta para llevar la violencia hasta lugares límites (lejos, muy lejos del humo vendido en estos lares con cierta idea de relatos salvajes), mal que les pese a algunas conciencias bien pensantes que se escandalizan con su cine. Hubo una época donde los géneros, aquellos que el mismo Tarantino recicla, gozaban de libertad y se disfrutaban sus excesos como bocanadas de aire fresco y renovable. Ahora, parece ser que la moral de ciertos críticos se torna más férrea ante el legítimo espiral de violencia tarantinesca (¿otro problema para Freud?).
Siguiendo la lógica, en el juego establecido entre conocimiento, verdad y poder, la cuestión de la violencia se cruza con el de la Ley. Tim Roth es Oswaldo Mobray, el colgador (muy similar a Landa de Bastardos sin gloria). Cada personaje es una parte del todo que representa el pueblo a donde se dirigen, Red Rock. En medio de una reunión discurre sobre la diferencia entre justicia civilizada y justicia fronteriza, y alega que la diferencia entre las dos está en él, el verdugo. Se trata de un momento verbal único, en el que se dirige a Domergue: “Cuando te cuelgo no siento satisfacción con tu muerte. Es mi trabajo. Un hombre sin emociones. Y esa carencia es la esencia misma de la justicia. Porque la justicia impartida con emociones siempre está en peligro de no ser justicia”. No es ni más ni menos que la banalidad del mal (aquello que tan bien expresara en su momento Berlanga en El verdugo en la imagen misma de Pepe Isbert) en un sistema que avala la pena de muerte y que monta un espectáculo alrededor. La misma idea de “justicia civilizada” (que simbólicamente tiene resonancia en el presente) resurge en el cruce con el policial una vez que Warren, al estilo de Sherlock Holmes, deduce la emboscada preparada por “los cuatro pasajeros” (un clan parecido al de Kill Bill) y arma una especie de juicio. Continuando con el juego de la verdad por mitades, dice y sabe que han conspirado con Domergue pero le falta saber algo. Su argumentación detectivesca, cercana a la perfección, no le impide correrse del terreno civilizado y empezar a liquidar a los sospechosos. Justo en el instante en el que empatizamos con su teoría (y con él mismo como justiciero, pese a todo), las balas que caen al piso abren otro plano y la horizontalidad de la pantalla se quiebra para que surja otro poseedor de conocimiento que ejercerá su poder por unos minutos, Jody, hermano de Domergue.
Tarantino recupera esta contradicción y utiliza la última escena de la película como espejo del discurso de Oswaldo, cuando el sheriff y Warren no sólo ejecutan a Domergue, luego de un festín sangriento al estilo de Perros de la calle, sino que disfrutan al máximo de ver el castigo. Nuevamente, la posición de la cámara instala el mecanismo de recepción del espectador: los dos personajes permanecen tirados en una cama como nosotros podríamos verlo desde un sillón o desde la misma butaca de la sala. Mannix dilata la derrota de Domergue, la deja hablar y disfruta con la venganza. Es más, lo invita a Warren a que se ponga cómodo para lo que vendrá (invitación que se desplaza hacia nuestra mirada). El vaticinio de Oswaldo se cumple pero desde la perversa lógica del show y con un grado de violencia desmedida. Quienes participan del acto, ya han barrido con todo, y uno de ellos era el representante de la “justicia civilizada” saca a relucir su siniestro goce. Disparar no es suficiente. Antes de ahorcarla, le dice: “Aguarda Daisy, quiero mirar”, y en medio de un juicio simulado, la ejecutan. Ya lo había dicho otro de los maleantes, John Gage, “las apariencias engañan”. Lo que no es engañoso es la omisión de la Academia que ignoró completamente esta película, lo cual evidencia una decisión política y una apuesta por la corrección que no se banca que le refrieguen la idiosincrasia por la cara. Mientras tanto, han descubierto un nuevo niño mimado: González Iñárritu. Es lo que hay, es lo que queda: un cineasta relegado por un publicista.