Hombre negro, infierno blanco
Con una puesta en escena de frío glacial, entre personajes ruines, la octava película de Tarantino ofrece odios compartidos, revanchas y una ética maleable. Una obra molesta, que dispara sin aviso sobre sus personajes y logra fascinar.
Si todavía quedan dudas sobre si el cine de Quentin Tarantino es copiar y pegar o cita y homenaje; pues bien, nada de eso. O todo eso pero más. En todo caso, difícilmente pueda entenderse de esta manera simplista el cine de alguien que ya ha imbricado su hacer en la historia fílmica. Tarantino tiene conciencia de montaje, sabe de timing, dónde cortar, cuándo referenciar o parodiar, para finalmente apropiarse de lo ya hecho ‑en esa lista de películas que el rótulo "historia del cine" identifica‑ y hacer lo suyo.
Los 8 más odiados rubrica lo que se señala y le consolida como autor. Su cine puede gustar, también no. Provoca discusiones, adhesiones y rechazos. (Rasgo que ya quisieran tantos otros realizadores). Hay una sapiencia que le distingue, que hace que en sus imágenes convivan tantas películas como sea posible. Pero no desde la mera mímesis ‑que puede albergar referencias que van del western spaghetti al cine de artes marciales‑ sino a partir de la imbricación discursiva en la que se insertan.
Cuando estrenó Django sin cadenas, Tarantino acusó y discutió al cine de David Griffith y John Ford por igual, la importancia no estuvo en sus dichos sino en la película conseguida, en cómo su Django asumía el legado complejo de un cine grandioso, al hacer comulgar y pelear categorías presumiblemente antitéticas como Ford con Sergio Corbucci. Una provocación que no es menor, que le distingue como un cineasta cuya obsesión por filmar en celuloide es esencial ‑Los 8 más odiados lo hace, y en 70mm‑, a diferencia del oportunista J.J. Abrams con su remozada Star Wars.
En Tarantino el celuloide se respira. La pulsión está presente ya desde los títulos que Los 8 más odiados elige, de una tipografía con memoria seventy, en compañía de Ennio Morricone. Acá, por las dudas, poco importa si el gran compositor reutiliza una partitura previa, si no hubiese sido así, ¿cambiaría algo?, ¿por qué? También, por si acaso, Tarantino hace participar canciones de épocas actuales, descoyuntadas del momento histórico que recrea. Es decir, se trata de cine. Esa otra realidad en la que habitar. Una vez dentro, hasta Hitler puede ser masacrado, con Emil Jannings como espectador del estrago. (Tal como sucede en Bastardos sin gloria: el hecho histórico es falso, pero el colaboracionismo del actor alemán con el régimen nazi es absolutamente cierto; Tarantino nunca miente cuando se trata de cine).
Así que, una vez en la diligencia ‑esa referencia intrínseca a Ford y al cine todo‑, en compañía de los lobos que son los caza recompensas Ruth y Warren (Kurt Russell y Samuel L. Jackson), el viaje a Red Rock promete tropiezos, diálogos extensos y de filo sinuoso, dedicados a encubrir propósitos, tendientes a dar una pátina maleable al hecho horrible que supone la guerra de Secesión. El escenario estará servido una vez alcanzada la mercería de Minnie, con un reparto de cuerpos en pose, cada uno una historia para oír; todos, eso sí, aspectos que destilan de esa guerra reciente, entre blancos y negros: contrapunto acromático que define, como raíz y justificación estética del plano/contraplano, al cine norteamericano.
Ruth y Warren son el pivote que se repele, mientras cargan con sus cadáveres por cobrar. El devenir del argumento les obliga a reunirse, a pactar. Signo inequívoco de una sociedad donde convivir, pero con el negro situado en igualdad de condiciones, dentro de un género ‑el western: génesis de cine y mitología estadounidense‑ en el que tradicionalmente ha sido relegado o ignorado. Tarantino dedica al Mayor Warren de Samuel Jackson una importancia formal que equivale a la de cualquiera de los demás personajes. Dada la igualdad, cuidado, porque ninguno es digno de confianza. Todos, también ella, son ruines.
Ella es Daisy Domergue, la asesina capturada por Ruth, a quien el caza recompensa mantiene esposada mientras le propina golpes terribles. Por esto solo, Los 8 más odiados dice más sobre la violencia de género que cualquier otra película. No necesita de corrección ni de moralinas, simplemente muestra cómo el macho bravío ‑blanco y bruto, en la piel del gran Russell‑ la revienta a golpes. Es desagradable, no puede ser de otra manera.
El repertorio de personajes se completa, entre otros, con un cowboy taciturno (Michael Madsen), un posible sheriff (Walton Goggins), el verdugo Oswaldo (Tim Roth), el solícito ‑y mexicano‑ Bob (Demian Bichir), y el general sureño Sandy Smithers (a cargo del gran, pero gran, Bruce Dern, quien le compone como si de una estatua de cera se tratase). La mercería de Minnie les ofrece cobijo, a la espera del final de la tormenta de nieve. Pero adentro, el clima se acentúa de manera densa, a través de un relato que Tarantino puntúa en capítulos. Sus diálogos extensos son, como se debe, consecuentes con los ángulos de cámara, cuya composición del grupo hace que ninguno sobresalga porque todos buscan su rédito.
De esta manera, como nexo dramático, figura la carta imbatible de Abraham Lincoln, que descansa en la chaqueta del negro Warren. Hasta con referencias conyugales. ¿Cómo no creer en la palabra, de puño y letra, de Lincoln? El recurso preexiste en Rescatando al soldado Ryan. Allí, en un cajón "omnipresente", la papeleta aparecía para hacer oír un discurso de obligación moral, que Steven Spielberg utiliza como justificación estética y bélica. Pero Tarantino no es Spielberg, nada hay de adorable en sus personajes aborrecibles. De esta manera, Tarantino extrema lo que ya hiciera con Django, para ofrecer con el desenlace de Los 8 más odiados una de las mejores imágenes de su filmografía.