Nadie puede decir que Quentin Tarantino sea un mal director: sus dos películas anteriores (por lo menos) demuestran un grado de madurez expresiva y de creatividad notables. Dejó de ser solo un dialoguista eximio y un guionista creativo para torcer la puesta en escena según sus deseos. Pero quizás esta vez fue demasiado lejos quedándose demasiado cerca. Los ocho... no es un western salvo por su territorio e iconografía. Es la historia de una decena de personajes aislados en una cabaña durante una feroz ventisca, dividida en dos partes que son dos películas. La primera está llena de diálogo, el diálogo tarantinesco que llega incluso al grotesco con el relato final de Samuel Jackson. La segunda está llena de muerte y de sangre, sangre y muerte tarantinescas, de venganzas cruzadas y dolores evidentes. Un cazarrecompensas lleva a una mujer a ser ahorcada y recala en ese lugar aislado junto con otros dos: un sheriff con pocas luces y otro cazarrecompensas negro. Dentro hay ya cinco hombres, que tienen un secreto. El juego es saber quién es quién y por qué está ahí, y la presencia de Kurt Russell hace pensar que Tarantino disfraza de western su versión del clásico El enigma de otro mundo, de John Carpenter. ¿Por qué es imperfecta? Porque el ingenio y el amor por las palabras, extendido por demás, disuelven la intensidad de la historia. Tarantino se enamora tanto de su film que lo asfixia. Y con eso, también, al espectador.