La posada maldita
Los ocho más odiados -2015- es el western con el que Quentin Tarantino revisita el género, se autoparodia, conserva su talento intacto y su posición intransigente en pleno auge del digital para reivindicar la pureza del celuloide en todo su esplendor.
La octava película de Tarantino confirma que es el único director que puede filmar como Tarantino. La frase parece una obviedad, pero el sentido no lo es tanto, dada la cantidad mediocres que buscan emular alguna de sus técnicas en cuanto a lo cinematográfico y logran a veces resultados risueños, por no decir lamentables en la mayoría de los casos.
En ese sentido, lo primero que debe decirse de Los ocho más odiados es que estamos frente a un western hecho y derecho. El segundo punto es que el director de Perros de la calle -1992- lo rodea de su impronta tanto en el área narrativa, con un guión sólido en la construcción de diálogos y personajes, como en sus tics y marcas personales que apelan, entre otras cosas, a la representación gráfica de la violencia y al exceso en el tono.
Si bien la trama adopta la estructura de capítulos (seis), se produce un quiebre en el momento que todo parecía indicar un avance lineal, y ese quiebre es el indicio del cambio de eje de Los ocho más odiados.
Un elemento característico del western no es otro que el traslado de un punto a otro, ya sea de una manada de animales o de un prisionero con la idea de camino como pretexto para el desarrollo dramático de cada uno de los personajes involucrados. La diligencia que transporta a la asesina Daisy Domergue -Jennifer Jason Leigh-, atrapada por el caza recompensas John “The Hangman” Ruth -Kurt Russel- se detiene en un camino nevado por la presencia de un extraño –otro- caza recompensas, el Mayor Marquis Warren –Samuel L. Jackson-, quien pide un acto solidario frente a su situación tras las inclemencias del clima para que lo conduzcan hacia un lugar seguro.
Fiel a su destreza en la preparación de diálogos, el director de Kill Bill -2003- se las ingenia para construir una relación durante el corto trayecto de la diligencia en la que quedan estipuladas las aristas que marcarán el rumbo del relato, es decir, la desconfianza por parte de John Ruth por partida doble, dado que conduce a una mujer asesina y la poco transparente versión de las historias a cargo del Mayor Warren, salvo la prueba de una carta que daría crédito de su vínculo con nada menos que Abraham Lincoln, una década más tarde de la guerra civil entre sureños y norteños estadounidenses.
Sin entrar en detalles, para no traicionar a Tarantino y sus buenas y malas intenciones en este primer acto, solamente queda por adelantar que en los detalles de la puesta en escena y el derrotero de este viaje se encuentra la clave para entender la película y el origen de la subtrama invisible que se desarrolla meticulosamente a partir del trío ya mencionado.
El elemento clave no es otro que Daisy, aunque pase desapercibido a los ojos de espectador, pues ella sabe lo que nosotros como público recién llegado al convite iremos descubriendo, estrategia de cualquier novela de misterio y marca registrada de QT, si las hay.
Luego, se suma a este western la obligada detención de la diligencia en una posada a causa de la amenaza de una enorme tormenta, hecho que hace a los personajes doblemente vulnerables, tanto a los ardides propios como a la incertidumbre en cuanto al tiempo que perdurarán varados y a merced del encuentro de otros actores, quienes se insertan en la trama recluidos en la posada.
Tarantino se apoya en dos pilares fundamentales: la riqueza de los diálogos y la capacidad de sus actores para componer personajes lo suficientemente tridimensionales y así seducir al público y apartarlo de su lugar de testigo con la consabida complicidad engañosa. Plantea nada más ni nada menos que una historia de venganza. Segundo elemento del western con el agregado característico del honor por encima de todo. Hay un sheriff –Walton Goggins-, un verdugo –Tim Roth- y una víctima, entonces el trío cambia de faz, como si se tratara de un cubo de Rubik.
La gracia de este juego ahora se deposita en el color que se elija, a sabiendas de que cada movimiento de una pieza arrastra a las otras; desestructura la dinámica y eso es lo que en definitiva Tarantino explota a niveles paroxísticos frente a la verborragia, la cinefilia y su mente calculadora al servicio de la acción, que encuentra los clímax en el camino sin que se noten las suturas del guión.
Hay naturalidad en la historia porque las condiciones para que ello se produzca estuvieron planteadas desde el primer minuto. Esa naturalidad contrasta con el artificio constante, como la presencia de una carta del propio Lincoln que no es un elemento decorativo, ni siquiera un capricho del director, sino la pista para seguir el trazo de la telaraña que envuelve una inocente tertulia azarosa que se vuelve un baño de sangre.
Los ocho más odiados no es una obra maestra de QT, tampoco resulta tediosa a pesar de la excesiva duración y es inobjetable en términos cinematográficos. Cuenta con una fotografía excelsa y una banda sonora de “g”Enio Morricone, quien por fin se dignó a colaborar y con una película así no podría ser de otra manera.