El ego y sus riesgos
Con Tarantino siempre fue problemático el tema de su ego. Es cierto que ha funcionado como impulso para sus ambiciones: películas como Bastardos sin gloria, con su voluntad imparable para reescribir la Historia poniendo en crisis nociones fundamentales del lenguaje; o los dos volúmenes de Kill Bill, con su voracidad para deglutir y reformular todo tipo de expresiones culturales hasta alcanzar rasgos épicos; no hubieran sido posibles si atrás no había un cineasta con una gran opinión de sí mismo. Ahora, esa misma vanidad lo llevó a Tarantino a regodearse en su capacidad para volcar diálogos sumamente ingeniosos pero que muchas veces no llevan a ningún lado, como en Tiempos violentos y A prueba de muerte (película que todavía da para preguntarse cuál era el sentido de su existencia).
Pero es en su más reciente film, Los 8 más odiados, donde la soberbia de Tarantino directamente se transforma en puro ombliguismo y lo lleva a tomar unas cuantas decisiones -formales y narrativas- que son difíciles de justificar dentro del conjunto del film, y algunas de ellas son elementales y están a la vista. Vamos a ser claros y directos: primero, ¿por qué demonios Quentin utiliza más de tres horas para contar una historia que necesitaba a lo sumo algo más de la mitad? La anécdota del film es pequeña, mínima incluso y el núcleo se da en un solo escenario, que es esa cabaña donde terminan reunidos los protagonistas -entre los que se encuentran un cazador de recompensas (Kurt Russell) y su prisionera (Jennifer Jason Leigh), rodeados de personajes truculentos con motivos e identidades difusas- y estallan todas las tensiones acumuladas de diversos modos. Pero antes de llegar ahí, de conformar la reunión propiamente dicha, la película se toma casi una hora y media, donde poco sucede, donde el tiempo transcurre entre diálogos que buscan expresar la rudeza de los personajes (y no mucho más) y claro, golpes, muchos golpes del personaje de Russell al de Leigh, como para dejar bien en claro que estamos ante un relato enmarcado por el machismo. No deja de llamar la atención lo derivativa, intrascendente, agobiante y hasta cansadora que es toda esta primera mitad, y más aún por el hecho de que Tarantino ha sabido ser de esos realizadores que van directo al grano, derecho a la acción, sin vueltas y captando la inmediata atención del espectador.
Lo segundo también es obvio: ¿para qué filmar en 70 mm un film que transcurre casi en su totalidad en un solo espacio, para colmo en extremo reducido? La respuesta podría haberse hallado en una utilización de ese espacio que le brinde no sólo profundidad sino también anchura, convirtiendo a la película en una experiencia casi invasiva. Pero Los 8 más odiados es en verdad un film chiquito, perfectamente encuadrado pero a la vez frío, que sólo en las contadas ocasiones en que sale al exterior y recorre el paisaje alrededor de la cabaña adquiere otro tipo de dimensión. El escenario -y los hechos que ocurren en él- no terminan de conectarse con las variables espacio-temporales que corresponden a la materia cinematográfica. Lo que vemos se parece demasiado al teatro pero Tarantino se niega a la evidencia, recurriendo a un formato que se revela como redundante.
Pero lo más flojo de Los 8 más odiados viene de la mano de los personajes y las tramas que los atraviesan. El problema no pasa porque sean todos seres despreciables: Tarantino ya nos viene acostumbrando a que sus películas estén plagados de individuos y figuras con múltiples rasgos cuestionables, pero que muchas veces adquieren precisamente en sus defectos y miserias los rasgos que los hacen más atractivos. En su último film hay poco y nada de eso, porque estamos ante personas que no salen de los estereotipos y que ni siquiera funcionan como giros a esas construcciones estereotipadas. Hasta pareciera que ni Tarantino puede identificarse con ellos, y eso es alarmante para un realizador que siempre supo -aunque sea de formas muy retorcidas- amar a sus criaturas, cuidarlas y fascinarse con ellas en sus virtudes y vicios.
Para lo que parecieran estar los personajes de Los 8 más odiados es para, en primera instancia, probar las tesis temáticas de Tarantino respecto al racismo, el machismo, la violencia como modo de justicia, la institución de la ley como factor opresivo y las divisiones entre el Norte y el Sur que la nación estadounidense ve permanentemente actualizadas. Están ahí para confirmar un discurso previamente diseñado y destinado inevitablemente a cumplirse. Y claro, para sangrar, y a borbotones. Es paradójico, porque la arbitrariedad de lo sanguinario del último tercio del metraje es lo que termina aportando un poco de libertad y frescura a una narración excesivamente prediseñada y calculada. De la mano de las muertes, de la brutalidad sin vueltas, el film avanza a los empujones, casi sin pensar, dándole una mayor consistencia a toda una serie de revelaciones, a pesar de que en su contenido sigue siendo sumamente facilista.
Si Django sin cadenas mostraba que la operación de reescritura de la Historia que tan bien le había salido en Bastardos sin gloria no podía repetirse tan fácilmente y que la violencia volvía a aparecer como simple caricatura, Los 8 más odiados muestra una recurrencia que escala hasta convertirse en carencia de ideas. Tarantino vuelve sobre la estructura de tensiones de Perros de la calle, pero con mucha menos potencia narrativa, una acumulación innecesaria de elementos, una mirada negligente sobre distintos tópicos y una ausencia casi total de ideas verdaderamente cautivantes, con lo que su cine se devora a sí mismo en un acto de autoindulgencia agotadora.
¿Este es el fin de Tarantino? Sería como mínimo apresurado salir a decir eso, porque la misma filmografía del realizador nos advierte de la potencial equivocación: por algo después de su peor película (A prueba de muerte) entregó su obra maestra (Bastardos sin gloria). Pero es indudable que se encuentra en una meseta creativa y eso puede derivar en una espiral descendente de la que sería difícil salir. La respuesta frente a esto muy probablemente pase por ese ego tan particular del cineasta: si es capaz de volverlo a poner al servicio de lo que tiene para contar, si deja de regodearse en el dominio de las herramientas más superficiales, volverá rápido a su mejor forma. Mientras tanto, este festejo de sí mismo aburre y ni siquiera irrita: cuando Tarantino llega a estos niveles de banalidad, hasta pierde su habilidad para generar polémicas.