La tercera película consecutiva sobre cuestiones históricas del director más emblemático de su generación poco tiene que ver con sus películas iniciales excepto por su fidelidad al sadismo
Nada más estadounidense que Los 8 más odiados, octava película (sin contar su episodio de Grindhouse) del director más proclive a ser canonizado como un genio o difamado como una bestia cinematográfica de cierto talento, obsesionado y consumido por la violencia y el goce de su representación. En su última película, Quentin Tarantino cultiva más la sociología pornográfica que el western. Sucede que aquí el capitalismo de rapiña se desnuda de cuerpo entero y la obscenidad de una forma de vida exhibe su única filosofía concreta: el dinero es el espíritu de la Nación. EE. UU es el país de los hombres dolarizados.
El tiempo histórico es el posterior a la Guerra de Secesión. A fines de del siglo XIX, la victoria de la Unión es un hecho político, lo que no significa que los ciudadanos estén convencidos de las consecuencias. La economía decimonónica sigue siendo salvaje: los forajidos tienen precio, y los cazarrecompensas van por ellos sin una deliberación moral que matice su objetivo adquisitivo. Es que la justicia es lo de menos, aunque como dice un personaje, que tiene la potestad de ejecutar renegados en nombre del Estado: la justicia debe cumplirse desprovista de pasión. Extraña e indirecta impugnación de la venganza como forma de justicia, inesperada para un director cuyo tema por antonomasia ha sido hasta aquí la revancha por mano propia.
El argumento es minimalista: dos cazarrecompensas se encuentran en las praderas nevadas de Wyoming. Uno lleva un par de cuerpos y ha perdido a sus caballos. El otro viaja en una carreta con una rea que vale 10.000 dólares. El destino es el mismo: Red Rock, pero una tormenta de nieve los lleva a pasar la noche en una suerte de hospedaje en las montañas. Un poco antes se encontrarán con el sheriff de la ciudad a la que se dirigen. Allí están hospedados un coronel, un verdugo, un pistolero que quiere escribir sus memorias y un mexicano. He aquí los 8 más odiados. Pero como dice uno de los personajes, no todo es lo que parece.
Dividida en capítulos, Los 8 más odiados avanza lentamente hacia su apoteosis sangrienta a través de algunos giros narrativos inesperados, que incluye varios flashbacks, dos de ellos de una violencia tremebunda, habitual concesión adolescente del director que mancilla bastante los grandes momentos del film, pero no lo suficiente para que descompense su desordenada clarividencia: todo hombre es mensurable en dólares.
Antes de seguir con el trasfondo de Los 8 más odiados, no está de más reparar en algunas cuestiones formales. Se ha dicho que es un film teatral, tal vez porque los actores hablan mucho y sus interpretaciones están en un registro por encima del canónico naturalismo de Hollywood, tal vez porque más de 100 minutos transcurran en una única habitación. Es cierto que hay varias fugas visuales, como si Tarantino fuera consciente del problema, más allá de los primeros capítulos, que se sostienen en la interacción entre el paisaje y el carro en el que viajan los cazarrecompensas, el botín humano y el sheriff.
Habría que decir que todo el estilo actoral virado hacia lo exagerado compensa la contundencia (innecesaria) de la violencia física. Aunque Tarantino no puede prescindir de la vehemencia del golpe y la destrucción de la carne, entiende que una forma de distanciamiento de esa representación inevitable para él consiste en apelar a la caricatura espiritual de todas sus criaturas, como si fueran dibujos animados para los que morir es un trámite sin peso moral ni ontológico, porque el dibujo animado, paradójicamente, carece de ánima. Es una táctica no del todo eficiente, pero denota una inquietud poética sobre las formas de filmar la violencia.
El regreso a una superficie encerrada como espacio dramático excluyente recuerda el mejor fragmento de un film de Tarantino, el inicio de Bastados sin gloria. Se repiten las coordenadas: un ambiente, un conjunto de personajes enfrentados, una inminente explosión de violencia. Es un territorio mínimo pero suficiente para fantasear incluso una división política del mismo territorio. En efecto, cuando el personaje de Tim Roth propone una línea que divida a los del Norte de los del Sur, el film replica en miniatura un enfrentamiento que nunca será saldado del todo, ni en el film ni fuera de él. No se puede negar el ingenio de Tarantino para hacer rendir una superficie limitada. Un buen ejemplo es el momento en el que el plano arranca focalizándose en algunas tareas que están realizando dos de los más odiados afuera del albergue; un travelling hacia atrás vuelve luego sobre el personaje de Michael Madsen, que está sentado muy cerca de la ventana, mientras el registro se desplaza ligeramente hacia la derecha para divisar de inmediato la actividad del resto de los personajes y un poco después volver hacia Madsen.
Esa erudición formal acerca del movimiento en el plano es una constante en el registro, aunque el momento más hermoso de todo el film recae en otra forma de concebir y filmar el movimiento: un par de ralentís sobre la figura de dos caballos al galope y tirando del carruaje, precedido por una panorámica inolvidable, constituyen uno de los placeres cinematográficos más evidentes del film. Hay varios más.
Justamente en ese pasaje Tarantino se permite incorporar un poco de música, demostrando que es uno de los pocos directores que utiliza la irrupción musical exógena a la diégesis siguiendo una lógica expresiva que nunca replica la vida emocional de los personajes, sino más bien una cierta condición anímica que la escena en su conjunto debe transmitir. La banda sonora de Ennio Morricone es soberbia y, en algunas instancias, narrativamente significativa, como en una de las más penosas matanzas que se ve en un flashback.
Volvamos al asunto de la película.
Como aquí son todos malvados, el único antagonista permanece en fuera de campo, aunque se oirá espectralmente su voz en el desenlace. El heraldo del Bien y la promesa de fraternidad viaja metafóricamente en el pecho de uno de los cazarrecompensas, el único afroamericano. Su impiedad resulta incompatible con la amabilidad que se expresa en una misiva personal firmada por Abraham Lincoln. Pero el punto de vista del film se resuelve confusamente cuando se sabe el contenido de esa carta, leída en el momento justo y con un travelling hacia atrás en elevación que impone un repudio y desmiente ese culto por la violencia. El pesimismo político del progresista cavernícola Tarantino resulta entonces nítido por unos segundos, y desanda –mal que le pese al moralista– la misantropía de sus personajes, que no es la suya.
El cine estadounidense siempre vuelve sobre la historia de la nación. Filmar la Historia es la primera misión que reconocieron los cineastas, una tradición que empieza con David Wark Griffith y que siempre estuvo ligada al western. He aquí el contrapunto desencantado de films como Lincoln o Puentes de espías, el último esfuerzo de Steven Spielberg por rubricar la fe en la República. Tarantino descree dolorosamente de una justicia sin fuego y de algún otro valor por fuera del fetichismo de la moneda. La tenue defensa de la familia como institución que se insinúa en Los 8 más odiados es apenas un resorte demasiado conservador para reencontrarse con el camino de Lincoln. La barbarie ha triunfado, y su mejor intérprete y acaso representante sabe filmarla en sus propios términos.
Esta crítica fue publicada en otra versión y otro título por el diario La voz del interior en el mes de enero 2016