La vida sin héroes
El problema con la película de Tarantino es que logra perfectamente su cometido: la falta de empatía. La verdadera traducción de The Hateful Eight no es Los ocho más odiados sino “Los odiosos ocho”. En ese pequeño matiz se juega una diferencia: el foco deja de estar puesto en la sensación de los demás sobre ellos (son los otros los que los odian) y se convierte en condición real, fáctica de los personajes: son ellos los odiosos, los que cuentan con la maldad y la violencia como parte sustancial de sus personalidades.
El artefacto tarantinesco se pone en funcionamiento y asusta: cualquier atisbo de identificación o empatía, cualquier sensación de qué ganas de que gane este tipo o esta mujer, de que se salven, de que se escapen, vuela por los aires como una cabeza baleada o un vómito sangrante. Todos son malignos, mentirosos y cínicos; todos son potenciales asesinos y disfrutan del dolor ajeno. A pesar del esfuerzo dramatúrgico de la película todos terminan pareciendo un único personaje: el que intenta sobrevivir con todos los medios a su alcance sin importar los costos morales que eso suponga, porque no hay más moral posible que la ley del más fuerte.
No solo las acciones concretas impiden nuestra identificación. El ambiente es extremadamente hostil, la época es lejana, cada personaje tiene un acento exagerado y representa una especie caricaturesca de “tipo” social: el inglés, el mejicano, el sureño, el norteño. Claro que los comentarios sobre estas minorías son sutiles y ambiguos: a diferencia de lo que sucedía en Django sin cadenas, aquí no hay “buenos y malos” ni “amos y esclavos”, sino que se parece más a aquello que cantaba Discépolo de vivir todos revolcáus en un merengue y en un mismo lodo todos manoseados. La ilustración de la vida regida por el racismo y los prejuicios da cuenta de una opinión sobre el presente, pero es una enunciación nunca clara del todo que va por un lugar, se contradice, vuelve, se pregunta, se responde con extremas y variadas formas del cinismo. El encierro físico bajo la tormenta parece relacionarse con esa condición extremada de no poder escapar a una lógica vincular embebida de odio y venganza. De hecho, la película no sale nunca de ahí, y a pesar del aparente ritmo vertiginoso, puede pensarse como una película estática, con personajes que nunca se transforman porque claro, deben cumplir con las condiciones de su destino: ser, matar y morir. Nada más.
Claro que Tarantino es un maestro poniendo la cámara y transformando un espacio pequeño en un universo infinito: quién puede olvidar el viejo almacén de Perros de la calle y la relación cuerpos-fondo que se establecía en su perfecta austeridad. Acá la cosa es mucho más barroca, mucho más Leone: los objetos, los elementos, los fragmentos de taberna cobran vida y si bien aportan matices posibles en términos dramáticos (allá el café, aquí el piano, allá la silla, aquí la cama o la estufa) pienso que conspiran en contra de un posible pacto de verosimilitud cinematográfica y dejan al espacio caer en claves bastante más teatrales. Por supuesto que esa sensación teatralizada está menguada por el realismo extremo de la violencia, pero también hasta cierto punto porque los símbolos son demasiado evidentes y empiezan a ordenarse en fórmulas: parece una competencia de tipo “las mil maneras de morir” que va subiendo y subiendo la apuesta pero ahoga el espacio de la sorpresa verdadera, esa que necesita más que un simple diálogo lento y seductor o la perfección de un efecto especial, esa que te hace saltar el corazón y que es tremendamente difícil de lograr si se niega toda posibilidad de ternura o vulnerabilidad.
Quiero decir, está todo muy bien. Tarantino lo logra: no queremos a nadie, no dejamos de ver que eso es cine, no dejamos de pensar que el director es un capo escribiendo diálogos y manipulando los tiempos narrativos. Pero es como si viéramos un mago sacar de la galera la paloma y pensáramos en lo perfecto que le salió el truco y en qué genio es el mago mientras nos perdemos la belleza de la magia y el movimiento de la paloma en libertad por el cielo. La construcción de un mundo sin buenos, completamente amoral, no me parece la mejor elección para un tipo que es realmente un maestro de la empatía episódica, en hacernos entrar y salir del suspenso enamorándonos de tantos personajes diversos. Recuerdo la escena del rescate de la esclava negra en Django, o a Uma Thurman enterrada viva en Kill Bill, o el inicio de Bastardos sin gloria con la angustia de los judíos bajo el piso, o el “I love you Hunny Bunny”, que debe ser de lo más sexy que vi en mi vida, incluso en la boca de dos ladrones asesinos. Es que al tipo le salían bien los héroes. Una heroicidad “a lo Bowie”, for one day, for one scene, pero heroicidad al fin. Como Bruce Willis cuando va a buscar el reloj que su abuelo guardaba en el culo: uno solo desea que el tipo lo logre y no importa nada más. No hay nada de eso acá; en este goce extremado por lo perverso falta la cursilería, la emoción, lo que se escapa del control de un director para colarse, lúdico e inocente, en la pantalla. Tarantino supo hacer cine “like a virgin” y tocarme cada vez como por primera vez, hasta esta película. Extrañé a sus actores antes de que fueran “sus actores”; extrañé la manera tan única y extraña en que este tipo filmaba el amor.