En el mundo de Los agentes del destino hay una suerte de plan divino trazado para cada persona en función de otro más grande que involucra a la humanidad en su conjunto. Los agentes del título son los encargados de ver que las personas no se salgan del plan asignado y, en caso de que lo hagan, se entregan a la tarea de colocarlos de nuevo en la dirección correcta sin importar los medios ni los costos. La película de George Nolfi (que adapta un cuento de Phillip K. Dick) tiene una concepción de la vida que pivotea entre visiones radicalmente opuestas: no niega la existencia de un destino que se decide de antemano por quién sabe qué clase de poder celestial, pero tampoco postula que ese destino sea el único camino posible. Así, Los agentes del destino tiene pasta de cine importante, que actualiza grandes temas de manera pomposa, que aspira a discursear sobre asuntos bien profundos. Y lo cierto es que hay bastante de eso, pero también que la película se las arregla para esquivar un poco ese costado altisonante llevando hasta el límite su propuesta de base, esto es, describiendo de manera minuciosa cómo es esa especie de mundo paralelo de los agentes: sus costumbres, intereses y aspiraciones, y la relación que tienen con Dios (o con un dios).
Lo más fascinante de Los agentes del destino es la construcción de los personajes de los agentes y la decisión de hacer de su labor un trabajo de oficina con jerarquías, ascensos, disgustos, problemas y una serie de reglas laborales, todo matizado por una estética cincuentosa que les confiere un aire anacrónico a la vez que de actualidad. No es que la historia principal no atrape, pero la tensión que se edifica entre David y Elise funciona solo en tanto su relación se ve amenazada y no pueden estar juntos. Claro, es el típico conflicto que constituye el corazón de cualquier película con trasfondo romántico, dirán ustedes: nos interesa el devenir de esa pareja solamente por lo incierto de su futuro, porque esa relación está siempre en peligro de romperse. Sí, eso pasa casi siempre de la misma forma, pero en Los agentes del destino hay una diferencia, y es que la química de los protagonistas podrá no ser explosiva, pero parece que ambos estuvieran “destinados” (bueno, esta vez justo no. Es la costumbre, perdón) a estar juntos irremediablemente, como si los dos fueran los amantes perfectos. Y que esa relación no pueda llegar a iniciarse nunca, que no empiece más allá de unos escarceos amorosos fugaces y se trunque enseguida, eso es lo que le imprime al relato una tensión dramática muy fuerte, porque cada vez que los dos se encuentran y van a probar suerte juntos, los agentes (eso lo sabremos después) obran desde las sombras para separarlos y que no se crucen nunca más. El resultado es que uno cree estar viendo los hilos que, detrás de la escena, habitualmente tejen una trama romántica, solo que en lugar de un director y un guionista lo que se nos muestra son unos tipos de impermeable y sombrero prácticamente conspirando con un librito (¿un guión?) tratando de hacer los ajustes necesarios para que la pareja no se una y los dos sigan caminos separados. La sensación es que los protagonistas están luchando ya no contra un destino programado en el más allá sino contra los anticuerpos narrativos de una película que sabe que para poder seguir funcionando (es decir, viviendo) debe mantener intacta esa tensión, impedirles el reunirse y ser felices para siempre, o aceptar esa unión y optar por clausurar un relato antes de abrirlo (que sería una especie de muerte narrativa, si cabe el término).
En sus mejores momentos, Los agentes del destino resulta entretenida y cada detalle nuevo que se conoce sobre los agentes y su trabajo (porque ellos mismos se refieren a su actividad como un trabajo) hace que la historia gane en interés y se incline cada vez más hacia ese universo ultraterreno y menos hacia el de la pareja en fuga. El resto del tiempo, Nolfi se despacha con unos cuantos diálogos sobre la honestidad, la capacidad destructiva del hombre, la inescrutabilidad de las órdenes divinas y el derecho al libre albedrío (sí, esto último suena casi a un tratado de psicología) que hunden a la película en una gravedad insoportable, que aburre cuando directamente no irrita. Por eso, la mejor manera de ver Los agentes del destino es lanzando una mirada oblicua, que barra no solamente la trama romántica y sus peligros sino que también haga una puesta en relación con la mayoría de historias sobre amores imposibles, que se fije en la manera en que se construye esa distancia entre los protagonistas y en cómo toman cuerpo los obstáculos en la figura de los agentes. Y, más que nada, obvio, hay que mirar a los agentes (que por algo aparecen en el título): sus gestos, sus charlas toscas, sus métodos, sus espacios laborales, sus herramientas de trabajo, sus anhelos (de ascenso, de cumplir con un encargo). Hay que detenerse a ver esas cosas, o correr el riesgo de quedarse empantanado en la trama y los diálogos grandilocuentes sobre la vida, el amor, la humanidad, la Historia y no me acuerdo cuántas solemnidades más.