Philip K. Dick made in Hollywood
¿Cómo convertir una pesadilla paranoica en comedia naïf? A la hora de la paranoia, nadie como Philip K. Dick, que empezó imaginando persecuciones descabelladas y terminó dándolas por ciertas. Para el experimento qué mejor, entonces, que recurrir a un cuento suyo. Un cuento como Adjustment Team, pongámosle, uno de los primeros que escribió. Allí un tipo cualquiera descubre, un día, que lo que hasta entonces llamaba “normalidad” es en verdad un destino digitado y regido por fuerzas oscuras. Se toma el cuento, se lo tritura en una procesadora marca Hollywood y se obtiene una pasta que contiene una pareja enamorada, ángeles, un político buena onda y apelaciones al libre albedrío. Se le pone por nombre The Adjustment Bureau o Los agentes del destino y se la sirve. ¿Es absolutamente indigesta la pasta? No, porque contiene algunos ingredientes nobles, que vienen en parte de la receta original y también de la lectura que de ella ha hecho el cocinero.
Escrita y dirigida por George Nolfi, autor de Bourne: el ultimátum y La nueva gran estafa, lo mejor de Los agentes del destino está, por lejos, en su primer tercio. En ese tramo la película produce un extrañamiento considerable, producto de la combinación de elementos antitéticos. Primera reconversión brutal del cuento original, el protagonista, que allí era empleado de una compañía, ahora es un político. David Norris (un Matt Damon inesperadamente descontraído) no sólo es el más joven candidato a senador de la historia de Nueva York, sino también el más quilombero. Alguna vez se agarró a trompadas en algún bar, alguna otra vez mostró el culo en público. Inaceptables para el puritanismo que rige la vida pública estadounidense, ninguno de esos deslices parece preocupar demasiado a Norris, a quien ni las peores derrotas políticas impiden fiestear. Esa despreocupación del protagonista tiñe la película de una suerte de alegría pop, que no es lo más usual cuando de cuestiones políticas se trata.
El pop deviene comedia screwball cuando Norris conoce –en el baño de caballeros del Waldorf Astoria– a una bailarina clásica (la muy adecuada Emily Blunt), tan resuelta y avispada como Katherine Hepburn en La adorable revoltosa. Al mismo tiempo, a su alrededor se trama una conspiración celestial. ¿Son ángeles acaso esos tipos encabezados por el genial John Slattery, de la serie Mad Men, que más parecen agentes de la CIA a punto de borrarle la memoria, tema dickiano por excelencia? ¿Qué es esa libreta que usan, en la que el destino humano se presenta como un diagrama de GPS? ¿Cómo pega todo eso con la historia entre Norris y la bailarina? No pega. Mucho menos cuando la love story fantástica-conspirativa muta a fábula con mensaje, con Norris debatiendo sobre Dios, los hombres y el libre albedrío con una suerte de asesino a sueldo o reprogramador angelical. Reprogramador a quien Terence Stamp interpreta, como siempre, con su mejor acento british y sin una sola arruguita en su impecable traje de seda.