El amor sobre todo
Bourne: el ultimátum, aquel electrizante cierre de saga, tuvo entre sus guionistas a Tony Gilroy y George Nolfi. Más allá de la calidad de Paul Greengrass en la dirección, un tipo que es dueño de una fisicidad que trasciende la pantalla del cine, como un Michael Mann pero mucho más dinámico y rítmico, es indudable que la narración se sostenía sobre un guión maravillosamente estructurado, dueño de un nervio particular. Había que filmarlo, nada más. Por eso, no es de extrañar que tanto Gilroy como Nolfi hayan saltado inmediatamente a la dirección, aunque con logros disímiles. En primera instancia, Gilroy dirigió Michael Clayton y Duplicidad, si bien dos películas interesantes, también un poco deudoras del vicio del guionista, constantemente melladas por una adicción hacia el diálogo excesivo que rompía cualquier posibilidad de fluidez narrativa. También, eran un poco serias, por no decir solemnes, en su tratamiento, algo que sobresalía especialmente en Duplicidad, donde las cosas debían tener ritmo de comedia veloz. Como si hubiera estado atento a estas cuestiones, llega ahora el debut en la dirección de Nolfi, una historia de amor envuelta en relato de ciencia ficción que no tiene miedo en ponerse ridícula y hasta conformarse con ser un entretenimiento sin mayores pretensiones.
Los agentes del destino parte de un cuento corto de Philip K. Dick, ese tipo al que Hollywood le debe ya demasiado y cuyas historias de ciencia ficción paranoica han sido territorio sobre el que navegaron nombres como los de Ridley Scott, Steven Spielberg, Paul Verhoeven, Jon Woo o Richard Linklater. Los relatos de Dick tienen una extraña condición: si analizamos la variedad de nombres y talentos que los han llevado a la pantalla, permiten una total libertad en la adaptación, son dueños de una versatilidad tal que conciben de la misma manera el apunte filosófico como la más prosaica historia de aventuras. De lo primero (reflexión) hay algo en Los agentes del destino, aunque Nolfi prefiere centrarse más en lo segundo (la aventura) y, llamativamente, ir al hueso del relato y dejar en claro que lo que importa es el romance entre el congresista David Norris (Matt Damon) y la bailarina Elise Sellas (Emily Blunt).
El asunto es el siguiente: Norris (un Damon genial, hitchcockniano en su perfecta condición de inocente puesto ante una trama enrevesada) está a punto de ser elegido senador, pero la aparición de unas fotos suyas hacen que los votantes den un paso atrás en su elección. Tras la derrota, se cruza con una misteriosa dama, la cual lo incentiva para su discurso asumiendo la derrota, lo que hace que su figura vuelva a crecer en las encuestas. Pero, fundamentalmente, deja en evidencia la soledad en la que se ve inmerso el pobre muchacho, la cual podría ser derrotada por la presencia de Elise (Blunt, con esa mezcla de sensualidad con ingenuidad, tan clásica de Hollywood). Y es ahí donde entra a jugar un misterioso grupo de sujetos, lookeados elegantemente con sombrero respectivo, quienes tienen el poder de mover cosas y de recorrer grandes distancias nada más que atravesando puertas, quienes se le aparecerán a Norris para confesarle que ellos manejan el destino de las personas, que casi no hay lugar para improvisaciones o casualidades, y que la bailarina no está en su futuro, no es parte del plan. Si sigue empeñado en eso, destruirá sus sueños y los de ella.
Así como suena, la cosa parece demasiado importante o seria. Y algo de eso hay en el relato, que juega a parecer una cosa pero ser otra, reflejada como en espejos: por un lado, con sus líneas de diálogo dichas de manera solemne y un aspecto urbano distante y despersonalizado, Los agentes del destino parece una de esas películas que están preparadas para decir algo relevante sobre el mundo. Por otra parte, toda su trama de ciencia ficción (digna de un capítulo de La dimensión desconocida) conduce el relato con suspicacia y hace que el espectador esté atento a los pliegues, mientras lo que se va revelando y desplegando progresivamente es un corazón dueño de un romanticismo exacerbado, el cual queda al descubierto simplonamente en el final, donde se revela que el misterio eran pamplinas (¡aprendé Nolan con tu “origen” soporífero!). Nolfi, a diferencia de un Gilroy, no tiene miedo en reducir la complejidad del asunto y su mecanismo de guión ante la evidencia: una pareja que se ama tan profundamente.
Claro que Los agentes del destino se estira un poco, y eso le hace perder parte de la electricidad que el film había generado a partir de construir sabiamente un misterio que parece imposible de resolver. Sin embargo, que el film se desarme ante una idea ridícula y grasa como la de los amantes que pueden más que todo porque se aman y se quieren profundamente, por cierto, se entronca de una forma sorprendente con el cine que Hollywood hacía hace unos 60 años. Los agentes del destino tiene la convicción de aquel cine que podía unir a diferentes públicos, pero no con un concepto multitarget para venderle muñequitos, sino con la idea de que somos relato y que las historias se pueden encontrar en cualquier lado, y pueden seducir a todos. Si a eso se suman algunos apuntes interesantes sobre la política, el poder y la necesidad del amor en una sociedad cínica, estamos ante una pequeña y grata sorpresa de la cartelera de este año.