Werner Herzog sostenía que en el cine todo es ficción. Que todo género, hasta el documental, es sostenido por una visión particular: la de su director. El director decidiendo que mostrar y que no, cómo y dónde, compone una “suerte de realidad” pero jamás una absoluta. Por ende, esa supuesta realidad, manipulada, se acerca más a un hecho ficticio. Los Amantes Indigentes (2017) documental de Pablo Oliverio es una muestra de ello.
Mediante un registro austero, minimalista y poco formal, Olivero nos sumerge en el mundo de una pareja de indigentes que sobrevive en una Buenos Aires cuyas noches interminables devoran poco a poco la esperanza y se transforma inevitablemente en esa jungla consumista que años atrás nos declaraba Guns ‘N´Roses en uno de sus hits. La cámara sigue a estos fantasmas errantes que sobreviven a duras penas limpiando parabrisas, pidiendo monedas (en una secuencia desesperante por la paciencia que estos deben de tener tras la negativa del donativo) o hurgando la basura y mudando ese pequeño colchón que funciona como cama, hogar y refugio ante una sociedad que muchas veces decide ignorarlos. El amor parece un motor dentro de la existencialista mirada que se le da al film, alternando la historia de estos jóvenes con la de otras parejas en la misma situación.
El mayor problema reside en la manipuladora mirada que ejerce Oliverio, culpógena hasta el hartazgo debido a la reiteración sobre el consumo en contraposición al universo de estos seres. Rodeados de carteles publicitarios que crean un clima asfixiante, dominante y triunfante, los protagonistas se pierden bajo la mirada de los caminantes que deambulan naturalizándolos. Eso, por momentos es un arma de doble filo. Mediante un ridículo truco de montaje donde nos escupe, demasiado literal y alegórica las intenciones de su discurso, y hasta intentando poner en jaque la suerte hogareña del espectador forzando frases como “¿Podés dormir?” en loop.
Pizza, Birra, Faso (1997), obra maestra de Bruno Stagnaro e Israel Adrián Caetano, guarda varios puntos en contacto, incluyendo la tríada del título de aquel clásico, pero con la diferencia que ésta entiende bien las herramientas cinematográficas y las intenciones del film de denuncia social. Oliverio se olvida, pasando la media hora del relato, que lo que cuenta debe de mantener un interés, por lo que al film parecen sobrarles unos 25 minutos. La reiteración de las malas intenciones del director (muy malas ya que insiste con los cartelitos y hacer juegos de palabras, formando frases solemnes que intentan en vano ser movilizadoras pero le importa poco el ritmo narrativo) ante una muy buena idea que se torna difusa (¿De qué quiere hablar? ¿Del amor ante todo? ¿Del consumo y sus consecuencias reflejadas en esta sociedad?). Oliverio estigmatiza, con su discurso progresista y de izquierda, en vez de enfrentar los hechos: el relato se torna misantrópico, creyendo que para “ser bueno” hay que nacer pobre, el resto se ve demonizado y juzgado en consecuencia a lo que tiene. Eso es un banal intento de generar mea culpa. John Carpenter lo hizo mucho mejor allá por 1987, cuando John Nada debía luchar contra el sistema capitalista de turno siendo un pobretón sin hogar que intentaba salvarse y a su vez salvar al mundo. Oliverio no entiende que primero hay que ser un creyente y dejar de lado el cinismo de manual haciéndonos creer que somos nosotros, los espectadores, los malos de la película (¿Y el Estado dónde está?)