Bajo una piel obsoleta
La última película de Pedro Almodóvar llega con dos topicazos de la mano antes de su estreno. El primero es tildar de comedia ligera a un producto que, sin embargo, pretende hacer una radiografía de la situación actual de España. El segundo, relacionado con el anterior, consiste en aseverar que el manchego ha regresado a sus orígenes, lo cual resulta del todo imposible cuando se lleva veinte años viviendo entre la Jet-set.
Los amantes pasajeros (2013) transcurre, prácticamente en su integridad, dentro de un avión que, debido a una avería, no deja de dar vueltas sobre territorio hispano sin llegar a ningún lugar. Una tesitura similar a la de un autor que parece palpar diferentes pasajes de la clase B y la comedia sin acabar de aterrizar en ninguno. Pero el problema no es que haya o no un punto de destino sino que el desatino es la tónica general en el interior de un metraje sin timing, risas u originalidad.
La situación económica española, ésa que ha dejado al aire trece aeropuertos construidos que no son utilizados (en uno de ellos se llevó a cabo el rodaje), la tiranía impuesta por el bipartidismo o las pocas ganas de la población de revertir la solución (entre otras lindezas), parece erigirse como la piedra de toque de un Almodóvar (siempre convencido de la importancia social de los artistas) que responde con un mareante viaje sin fin en el que la clase turista está narcotizada mientras la Business revela, en el desconcierto, algunas de sus intimidades. No es la más lúcida de las metáforas, aunque se la podamos comprar. Ahora, es imposible dejar de pensar que todo tiene un tufo más cercano a la pataleta de quien se ha adscrito al 15-M desde su televisor que a la reflexión de un ciudadano medio con conocimiento de causa. Y no es la única vez que esto ocurre durante el metraje.
Porque, al oír eso de que el responsable de Kika (1993) ha regresado a la locura de sus inicios uno no puede por menos que arquear la ceja viendo lo que tiene en pantalla. Lo que en el pasado era honestidad y sensibilidad del Madrid de los 80, hoy se ha vuelto un disparate gratuito. Todos los chistes escatológicos parecen de manivela y no hacen la más mínima gracia pues no salen del interior sino de la búsqueda desesperada por arrancar la carcajada. Y es que el cineasta manchego no ha tornado a sus raíces; muy al contrario, sigue con la tendencia mostrada en sus anteriores cintas, la de colocar a su universo diversas pieles que camuflen una indiscutible y triste realidad: que lleva veinte años subido al pedestal y sólo hace filmes para mantener su estatus de estrella.
En este sentido, la nueva y cobarde epidermis sería la del dislate gay que pone de manifiesto, más que nunca, la falta de atrevimiento del creador puesto que es la primera vez que su alocada verborrea está en boca de hombres y no de mujeres en una época en la que el amaneramiento difícilmente epata. Almodóvar, completamente despistado, quiere ‘reivindicar la pluma’ (dixit) lo que deja claro, por un lado, el engaño dentro de un trabajo, en teoría, sin pretensiones y, por otro, su condición de obra obsoleta ya que en un país en el que cada año se celebra el orgullo gay (con toda la parafernalia de turno en sus correspondientes carrozas) estos propósitos no hacen ni cosquillas. O sea que nuestro director más internacional (que dirían los cursis) lleva demasiado tiempo alejado del presente como para entender que la relación del mundo homosexual con el resto de la sociedad ha cambiado y que, ahora, debe dar el siguiente paso.
Y es que dos décadas de ombliguismo no se pueden obviar aunque uno quiera. Quizás sea mejor que Almodóvar se dedique a retratar su universo puesto que el del común de los mortales le queda ya muy lejos. Mejor aún, que aparque las pieles y haga, de una vez por todas, su película más cruda, sincera y despojada. The Master (2012) o Operación Skyfall (Skyfall, 2012) nos han demostrado que el psicoanálisis cinematográfico es una excelente herramienta para abrir nuevas puertas. Es sólo una idea.