Una aventura de altura (media)
No hay nada más patético que un viejo verde o que un adulto haciéndose el adolescente. En ese sentido, algunos podrán ver esta nueva película del ya sexagenario Pedro Almodóvar como un fallido e innecesario regreso a ese cine de provocación que tan bien retrató a la movida madrileña de los ’80.
Pero, analizada desde otra perspectiva (quizás menos rigurosa pero también menos dogmática), puede verse a Los amantes pasajeros como un remanso que ese Almodóvar auteur, venerado en Cannes, celebrado en Nueva York, bañado de prestigio en el mundo, se dio para regalarse (y regalarnos) un film lúdico y caprichoso, ampuloso y disparatado, desaforado e irresponsable.
Me hubiese gustado, es cierto, divertirme más (sonrojarme más) con el artificio almodovariano, con esos comisarios de a bordo, con esos pilotos, con esos pasajeros de business (los de la clase turista no “existen”) que en todos los casos aparecen desatados en sus pulsiones sexuales, ávidos de excesos, de sexo, drogas y alcohol, mientras el vuelo que supuestamente los lleva a México da vueltas en círculo hasta conseguir un aeropuerto que les permita hacer un aterrizaje forzoso.
Hay momentos decididamente disfrutables (la escena musical 100% gay con los azafatos bailando amanerados al ritmo de I’m So Excited de The Ponter Sisters), pero no son tan frecuentes como uno quisiera; y hay otros en los que el intento por convertir al film en la Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón del nuevo milenio se queda en el mero gesto, a mitad de camino.
Película coral con decenas de personajes (ninguno, por lo tanto, demasiado profundo ni desarrollado), Los amantes pasajeros recurre a los estereotipos y arquetipos del primer Almodóvar. Pero los años pasan para todos: para el director manchego y para sus actores. Y así, por ejemplo, reaparece Cecilia Roth como una veterana dominatrix, que es algo así como un fantasma burgués de aquella “movida” ochentista tan mítica y descontrolada. Otras criaturas de este zoológico almodovariano son una pareja de recién casados, un financista corrupto y un actor de telenovela (galán culpógeno), entre varias otras (hasta hay cameos de sus intérpretes-fetiches Penélope Cruz y Antonio Banderas).
La película también resulta bastante superficial cuando esboza algunas pinceladas (más bien brocha gorda) sobre la crisis y la corrupción reinantes en la España de la crisis. Son atisbos mínimos, irrelevantes, como si el propio Almodóvar se hubiese sentido culpable por haber elegido un tono tan relajado y zumbón (algo así como “tengo que decir algo sobre lo que está pasando”, ver la columna de Manu Yáñez en el sitio al respecto). Y tampoco logra secuencias particularmente memorables cuando sale del encierro del avión y filma un par de pasajes “en tierra” que le dan un poco de respiración a la narración.
En medio de la celebración y del desmadre de Los amantes pasajeros -que podría adscribir al clásico “a coger que se acaba el mundo”- hay algo triste, angustiante. No sé si es premeditado o es una sensación mía, pero en el trasfondo de estas historias de adúlteros, veteranas que aún no han perdido su virginidad y homosexuales reprimidos hay bastante de frustración, de insatisfacción, de estar fuera de tiempo y de lugar (fuera de los explosivos ’80 y en un avión que corre el riesgo de estallar).
Es en esos contrastes, en esas contradicciones no tan explicitadas, que Los amantes pasajeros alcanza sus aspectos más interesantes. Es, sin dudas, un Almodóvar menor, de transición. No quiere decir que hayamos perdido las esperanzas de ver un gran Pedro consagrado de lleno a la comedia ligera, pero aquí -con sus hallazgos y sus traspiés- el sabor es agridulce.