Alegoría con zombies a bordo
Si su costado alegórico es obvio y simplote, lo que hace interesante el retorno de Pedro Almodóvar a la comedia es todo lo que el film quiso ser y no pudo. En la aeronave Chavela Blanca, de las aerolíneas Península, todos parecen sonámbulos, muertos o a punto de estarlo.
Es rarísimo lo que ocurrió con Los amantes pasajeros. Asfixiado por el encierro, la gravedad y el ombliguismo de películas como La buena educación, Los abrazos rotos y La piel que habito (2004 a 2011), el año pasado Pedro Almodóvar se propuso tomarse un recreo y volver a la comedia liviana, frívola inclusive, recuperando de paso la lozanía –la propia y la del país en su conjunto– de aquellas primeras películas suyas, iconos de La Movida. Películas llenas de sexo, desparpajo y ganas de joder: Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, Laberinto de pasiones y Entre tinieblas (1980 a 1983). Por un conjunto de razones que se detallan más abajo, el más español y universal de los cineastas de su país no logró nada de lo que se propuso. Por mucho que termine con el happy end que el género impone, Los amantes pasajeros es una ¿comedia? ¿sexual? desvaída, tristona, mortuoria. Apocalíptica. Eso la hace interesante, intensa, llena de una carga de verdad casi insoportable.
Primera contradicción: para salir del encierro, Almodóvar eligió el encierro. Encierro dentro de un avión, donde, con excepción de su prólogo, epílogo y una única (y muy torpe) secuencia en el afuera, Los amantes pasajeros transcurre casi íntegramente del lado de adentro del fuselaje. Segunda contradicción: por una grave avería en el tren de aterrizaje, los pasajeros de la nave que debería dirigirse a México (Chavela Blanca, se llama la nave, para más datos) se enfrentan a la incertidumbre, la angustia, la más alta probabilidad de accidente y muerte. Basta leer sus declaraciones (ver entrevista) para darse cuenta de hasta qué punto este cineasta de la autoconciencia total tiene claro el alto octanaje metafórico de todo esto. El avión representa a la España de hoy mismo (la aerolínea se llama Península) hasta el punto de que, advertidos del peligro, “los que mandan” (pilotos y comandantes de vuelo) deciden dos cosas: ocultárselo a los pasajeros (¿alguien dijo Rajoy, caso Bárcenas, escándalos financieros que se tapan en el silencio?) y, de una, suministrar un anestésico que dejará groggys por todo el viaje a quienes viajan en clase turista. Como si hubieran quedado fritos de tanta tele.
Pero este avión de Península tiene a sus privilegiados, los que vuelan en business (muy pocos, llamativamente). A ellos, en lugar de anestesia, se les brindan tragos mescalínicos, que los pondrán de lo más cachondos. Entre esos privilegiados se cuentan un empresario que intenta huir de la Justicia (la estafa que produjo hace que el avión no pueda aterrizar de emergencia en La Mancha, tierra natal de Almodóvar), un sicario de los narcos mexicanos y una ex estrella del destape, actual prostituta de lujo y dominatrix (Cecilia Roth, con peluca azafranada), que si abre la boca no hunde al avión, sino a la entera dirigencia del país. “Incluido el Nº 1”, aclara. “¿Qué número 1, el presidente?”, pregunta la ingenua que encarna Lola Dueñas. “Nooo, chica”, responden todos a coro. “El Nº 1 Nº 1.” Ajá. ¿Qué pensará de Los amantes pasajeros la familia real, envuelta por estos días en tantos escándalos como el resto de la clase dirigente española?
¿Reside entonces en su carácter alegórico el valor de Los amantes pasajeros? Si fuera así, no valdría nada. La más pobre de las formas narrativas, la alegoría, pide al espectador (o lector) que se comporte como decodificador, practicando el más mecánico paralelaje entre significante y significado: a significante A corresponde significado 1, al B el 2 y así. En ese terreno, el nuevo Almodóvar es tan obvio y simplote como toda alegoría. Aunque no deje de tener alto poderío armamentístico. No cualquier película se anima a decir, de modo prácticamente literal, que la más alta autoridad del país se acuesta con prostitutas, más precisamente con dominatrices. Y que, tal como sugiere Norma Boss (Roth), es un retorcidito de aquéllos.
Lo que hace interesante a Los amantes pasajeros no es eso, sino todo lo que la película quiso ser y no pudo. Su falla, y lo que ella deja ver. Ya la propia secuencia de créditos, que lleva la rechinante marca pop del autor de Mujeres al borde..., luce algo descolorida, como si la copia que mandaron fuera para sudacas. Esta vez no es así. No son los títulos, sino todo, lo que está como descolorido, lavado, tan anestesiado como el pasaje de la clase turista. Empezando por los tres azafatos, unas “locas” de aquéllas, que deberían representar la libertad (pan)sexual y sin embargo lucen un poco como muertos vivos. De hecho, uno de ellos, el que hace el gran Javier Cámara, es un melanco de temer (“no se preocupen, que no suelta más de una catarsis por vuelo”, tranquiliza uno de sus compañeros al pasaje) y tiene el corazón destrozado, porque descubrió que su novio –uno de los pilotos– no le es fiel. Otro, que lleva a bordo su altarcito portátil (Carlos Areces, protagonista de Balada triste de trompeta), es una “loca” timidísima. Lo cual es como ser un militar pacifista.
La propia orgía que se arma es casi cadavérica, y Lola Dueñas hace de una vidente que a partir de determinado momento empieza a sentir un fuerte, insoportable olor a muerte. Animada desde el vamos por un deseo tan melancólico como incumplible (el de recuperar el espíritu joven, por parte de un cineasta que ya tiene 64 años), asombrosamente chata y lineal en términos de puesta en escena –tratándose, como se trata, de uno de los más barrocos y exquisitos en actividad–, Los amantes pasajeros es la película de zombies de Almodóvar. Todos parecen sonámbulos, muertos o a punto de estarlo. Por más que se pongan a bailar, con gracia y pasitos mecanizados, un hit de la música disco, ese género tan enterrado como La Movida.