La sutil construcción que realiza Gray al comienzo del film se desvanece en la segunda mitad conforme asume un tono más melodramático.
Leonard (Joaquin Phoenix) es un suicida recurrente, aun cuando todo indica que no desea suicidarse. Paciente bipolar que luego de un período incierto de tratamiento psiquiátrico vive y trabaja con sus padres. La familia posee un lavadero, en el que él se encarga de las entregas a domicilio.
Su padre está dispuesto a vender el negocio a otro comerciante judío, y en el mismo proceso de cerrar el negocio, le presentan a su hija Sandra (Vinnesa Shaw), en plan de casamiento. Sandra tiene una extraña personalidad, retraída en lo público pero desenvuelta y seductora en lo personal. Simultáneamente conocerá a Michelle (Gwyneth Paltrow), una vecina que arrastra una relación mediada por la violencia. Con ella trabará una relación obsesiva y compleja.
Ambas mujeres, como Leonard, portan un pasado oculto, más intuido que explícito, más problemático que feliz. Y con ambas él tendrá una relación amorosa. Y con ambas jugará un rol diferente, que más allá de su supuesta estructura bipolar, responderá a los lugares familiares y sociales que Leonard desee o entienda que debe asumir. Así obsesivo persiguiendo su propia independencia seguirá a Michelle, la joven que será capaz de presentarle a su novio, casado y poderoso. Pero también asumirá el lugar social de joven casadero, que sus padres y el destino del negocio familiar parece imponerle.
La tercera mujer que juega en estas relaciones es la madre de Leonard (Isabella Rossellini), que es quien observa y regula los comportamientos y los deseos de su hijo. Es sin dudas una madre controladora y vigilante que condiciona las reacciones del joven.
En su primera mitad película pone en juego de un modo interesante e intenso toda la oscuridad de lo pasados ocultos de los personajes. Todo lo callado, todo lo vergonzoso que hay en ellos. De ese modo el relato se carga de sutilezas, de sospechas, de tácitos acuerdos entre los personajes que parecen no juzgar, no preguntar, no pedir explicaciones. Las relaciones están siempre contadas de este modo, como provisionales, todas pueden desvanecerse, profundizarse, hacerse violentas, hirientes o salvadoras. Ese misterio inicial es una potencia esencial en la película. A estas ausencias aportan las actuaciones (muy contenidas, especialmente la de las tres mujeres que por momentos proponen labores muy distantes), tanto como las decisiones de puesta en escena de Gray, que usa el fuera de campo, y un intenso extrañamiento entre los personajes y los espacios, de un modo muy sensible.
Sin embargo, la película, como la actuación de Phoenix, comienza a desbarrancar. Mientras el actor profundiza los tics, gesticula más allá de lo necesario, la película asume un registro melodramático alejado de aquel buen comienzo, y deviene una película obvia, convencional, donde los personajes terminan comportándose de un modo esperable, moralmente deseable, como si el pasado oscuro y oculto no pesara en ninguna de sus decisiones.
Es así que una película que contenía vacilación dramática y complejidad, decide tomar el rumbo de un modelo narrativo que nada tiene que ver con ese comienzo intenso y prometedor. Hasta la madre, esa vigilante silente que parecía más cercana a la mirada del control severo, termina convertida en una amable compinche casi propia de las películas de Enrique Carreras. Todo misterio queda perdido, toda complejidad se resuelve en un instante, todo pasado oculto se hace visible en un presente sencillo. Es una pena: Los amantes pudo haber sido una gran película.