La tradición y la modernidad
Con un espesor dramático, una ausencia de naturalismo y una enorme capacidad para conjugar diversas influencias cinematográficas sin perder la personalidad, Gray entrega en Los amantes una delicada historia de amor, plena de matices.
Como se ha dicho más de una vez, James Gray es quizás el secreto mejor guardado del cine estadounidense. Ganador del León de Plata de la Mostra de Venecia al mejor director por su primer largo, Little Odessa (1994), sus dos películas siguientes, La traición (2000) y Los dueños de la noche (2007), participaron de la competencia oficial de Cannes, para entusiasmo casi exclusivo de la crítica francesa, que comprendió que había allí un cineasta de una innegable impronta clásica, pero que al mismo tiempo era capaz de tender un puente entre la tradición y la modernidad. Esa es ahora, más que nunca, la arriesgada apuesta de Los amantes, un film sorprendente por varios motivos.
El primero es que Gray, un hombre que venía filmando a un promedio de una película cada seis o siete años, sacó una nueva película apenas un puñado de meses después de la anterior: cuando en Cannes se vio We Own the Night (injustamente abucheada a causa de su supuesta incorrección política) ya se sabía que estaba trabajando con Joaquin Phoenix y Gwyneth Paltrow en esta delicada historia de amor, de apenas unos pocos personajes. El segundo motivo para el asombro es que, a diferencia de sus tres films anteriores, que trabajaban en la tradición del film noir, la película de gangsters o el policial, para ir construyendo a partir de allí relatos de un espesor dramático solamente comparable al de una tragedia, en Two Lovers, en cambio, Gray cambia radicalmente de fuente de inspiración, aunque no necesariamente de registro. Aquí no hay killers, ni mafias rusas ni policías corruptos, pero en el núcleo de esta pequeña, conmovedora love story, asoma también, a su manera, como en los films previos del realizador, una tragedia, mucho menos violenta sin duda, pero igualmente inexorable en su fatalidad.
Detrás de su aparente simplicidad, Los amantes parece esconder algunas claves secretas. El romance de Leonard (Joaquin Phoenix) y Michelle (Gwyneth Paltrow) transcurre en nuestros días, pero la estilización que le impone Gray a esa relación condenada da la impresión de remitir al cine que hacía Elia Kazan en los años ’50, con Phoenix como un émulo del joven Marlon Brando, cuando sufre de desamor en una gélida terraza de los suburbios de Nueva York, a la manera de Nido de ratas.
Afectado por una depresión crónica, producto de un desengaño amoroso anterior (y quizá, también, de un síndrome de bipolaridad que el film deliberadamente no se ocupa de desarrollar: sus preocupaciones no son de orden médico sino cinematográfico), Leonard sigue viviendo en la casa de sus padres, un comprensivo matrimonio judío (Moni Moshonov, Isabella Rossellini), que quiere lo mejor para su hijo, pero no sabe cómo ayudarlo. La súbita aparición como vecina de Michelle, que parece tener casi tantos conflictos como él, atrae inmediatamente la curiosidad de Leonard. Hay también un dolor, una angustia en ella que Michelle no tarda en expresar y del que hace a Leonard su forzoso confidente: ella está enamorada de un abogado casado y con hijos, para quien trabaja como su secretaria.
Paralelamente, los padres de Leonard han ido tejiendo con una pareja amiga, padres de Sandra (Vinessa Shaw), la suave telaraña en la cual esperan atrapar a su hijo, en un hipotético matrimonio que debería sellar no sólo una unión afectiva, sino también comercial, en la medida en que así quedarían fusionadas las dos tintorerías de Brooklyn que manejan respectivamente ambas familias. A diferencia de Michelle, que es rubia y emocionalmente inestable, Sandra por el contrario es una morocha bella y discreta pero que sabe exactamente lo que quiere: a Leonard. Esa bipolaridad de Leonard es en todo caso el mal que afecta a la película toda: hay dos mujeres en el horizonte del protagonista, dos familias que se lo disputan, dos sombras que lo hostigan en sus noches de insomnio: el amante de Michelle y el recuerdo de la mujer con quien Leonard estuvo comprometido y lo abandonó.
¿Hay dos Michelle también? Ese par de escenas en la terraza del edificio de departamentos no sólo recuerda –por su ambiente y por los modos de actuación– a la de Brando y Eva Marie Saint en Nido de ratas; también alude doblemente al mítico campanario de Vértigo, cuando Scottie Ferguson no está seguro de quién es esa rubia que se le escapa literalmente de sus manos. A la sombra de Kazan, Gray suma así la de Hitchcock (hay ecos también de La ventana indiscreta) y por qué no, también la de Fritz Lang, como cuando Leonard debe convertirse literalmente en El secreto tras la puerta, cuando el amante de Michelle aparece de improviso una noche en su alcoba.
Es difícil pensar en otro cineasta estadounidense contemporáneo que esté en condiciones de hacer suya toda esta riquísima herencia cinematográfica y de ponerla simultáneamente en acción en un film siempre sentido, emotivo, muy orgánico en todos sus aspectos, tanto que la ópera a la que aluden los personajes se termina convirtiendo en la única música capaz de expresar sus emociones y sentimientos. Casi de más está decir que, a diferencia del Hollywood nuestro de cada día, aquí el naturalismo está definitivamente ausente, no tiene lugar posible, lo que implica todo un desafío para los actores y especialmente para el protagonista, Joaquin Phoenix. Ante el sentido común y el falso realismo que ha impuesto la estética televisiva, Los amantes propone en cambio una verdad profunda, distinta, correspondiente a un orden artístico.