Los amantes es una película brillante, seductora y, sobre todo, asombrosa (el crítico apela aquí a la deliciosa ambigüedad del adjetivo en cuestión). Se trata de un ejercicio en las antípodas de lo convencional y lo académico, como demuestra la abismal paradoja sobre la que se sostiene su audacia y rotundidad.
Por un lado, James Gray (director de la sensacional Los dueños de la noche) pone de manifiesto, en cada una de las imágenes del film, su absoluta negativa a esconderse bajo el paraguas del distanciamiento irónico: Los amantes es una obra desnuda, que parece entregarse al espectador en estado bruto, a corazón abierto, abrazando el exceso operístico y la afectación genérica. Estamos ante un genuino y desgarrado melodrama. Y, sin embargo, por otra parte, resulta imposible, al menos para este crítico, no percibir en el torbellino emocional de la película, un perturbador extrañamiento, una enigmática forma de distanciamiento, seguramente originado por otra negativa: la del director a someterse a las leyes del naturalismo.
Transitando las secuencias más extrañas y viscerales de Los amantes, el espectador puede verse abocado a un paraje misterioso: el del ridículo en su forma más deliciosa, un efecto que alcanza su punto álgido en la fantástica y desgarrada escena de la discoteca, cuando Joaquin Phoenix se entrega en cuerpo y alma a sus eufóricos impulsos de hombre enamorado (para un estudio más detallado de las bondades del cine ridículo, leer aquí) ¿De dónde surge ese ridículo? ¿Cuál es el origen de este enigmático y dulce extrañamiento? Lo cierto es que no se trata de un fenómeno aislado en el reciente cine norteamericano, y suele producirse en las películas de directores que no ocultan su condición de herederos de un cine pretérito. Le pasó a M. Night Shyamalan en la fallida El fin de los tiempos / The Happening, al invocar la serie B de ciencia ficción de los años '50 y '60 (de Aldrich a Siegel) y le pasa exactamente lo mismo a Richard Kelly en la magnética La caja / The Box (sumándole la elegancia y frialdad de Kubrick). El caso de Gray es, si cabe, más complejo todavía, ya que en Los amantes se materializa tanto la herencia del clasicismo hitchcockiano (las huellas de Vértigo son palpables) como la vibración en fuga de la modernidad europea, de los cuentos morales de Eric Rohmer a los dilemas sentimentales de François Truffaut.
En esta tesitura, entre un neo-clasicismo brutalmente honesto, abierto a la modernidad cinematográfica, y un sensual cúmulo de referencias culturales, Gray dibuja una brecha dolorosa en los entresijos del amor, partiendo de lo más esencial, la geometría del triángulo amoroso, para alcanzar lo sublime, la trágica vulnerabilidad del hombre enamorado. El triángulo lo forman dos maravillosas mujeres, la deslumbrante e inestable Michelle (una irregular Gwyneth Palthrow) y la maternal Sandra (fantástica Vinessa Shaw), y un hombre marcado por un dramático trauma sentimental (Joaquin Phoenix, soberbio como de costumbre). Tres personajes que Gray sumerge a placer en las tierras movedizas de la condición humana: el yugo de la familia, la fe y la tradición, la ilusión del libre albedrío, el impulso irrefrenable de la pasión y las trágicas consecuencias de la búsqueda de la felicidad.
(Este texto es una extensión de lo escrito por el autor a raíz del visionado de la película en el Festival de Cannes de 2008)