Fruta amarga
Muchas veces el género funciona así: le da la razón al personaje. Voy a ejemplificarlo burdamente: es lógico que una heroína de film noir no crea en el amor y use la seducción para su propio beneficio en ese mundo brumoso, incierto y feroz en el que se mueve; es lógico que un policía que consagra su vida únicamente a cazar criminales no tenga tiempo para el amor, lo considere un asunto secundario y lo viva, en tanto héroe de acción, como conflicto. Esperamos también que un personaje de comedia romántica crea en el amor porque no hacerlo, en ese mundo soleado y optimista, sería un desatino (escepticismo, momento de crisis, simple error, que siempre vuelve a la luminosa creencia). En Los amantes el género –problemático- está irrevocablemente ligado a la visión del amor que sostiene esta película que no es ni drama ni comedia. Cualquiera de las dos opciones sería tranquilizadora: queremos reírnos con la película, y no reírnos incómodamente por vernos en ella, o queremos que el drama se viva como tal para poder decir, aunque tenga un final triste, “Ay, qué terrible”, y que esa angustia ratifique la misma idea de felicidad que encontramos por todas partes.
Acá no hay nada de eso. Los amantes es una película gris, literalmente y en otros sentidos; desde una Nueva Jersey de cemento y ladrillo hasta un mar gris de invierno, pasando por los personajes hablando casi a oscuras, en ella casi nada es luminoso. También son grises el género y el protagonista. No se trata de una película romántica por más que sea una película en la que el romance está presente, porque la clave de esta obra rara y su efecto desconcertante tienen que ver con que la puesta en escena está absolutamente a contrapelo del relato que se nos cuenta, y que podía haber sido dramático.
Leonard (Joaquim Phoenix) es un personaje casi suicida, casi artista, casi gracioso, casi bipolar; todas estas definiciones dan vueltas, aparecen, pero nada de esto nos consta. Leonard más bien es una nada, una mirada puesta siempre un poco más allá de las paredes de ese departamento gris lleno de chucherías en el que se encierra. James Gray es implacable en el procedimiento de contarnos la pasión de Leonard desde afuera. Si le tenemos simpatía, si hay algo en ese personaje blando que se adapta a los deseos de los otros y es movido de acá para allá que sin embargo nos hace quererlo, es que sabemos que desea. Lo vemos en su mirada, una mirada que Gray enfatiza al punto de hacer del personaje nada más que unos ojos que se encienden de ilusión en algunos planos cerradísimos sobre su cara. Por eso no importa tanto el recorrido particular que hace Leonard a lo largo de la película: la opción entre una rubia y una morocha es falsa, aunque una represente la posibilidad de salir del mundo de los padres y la otra suponga entregarse a ese mundo. Sabemos que Leonard siempre va a estar mirando un poco más allá, como lo vemos al final de la película.
Digo que Los amantes es también una película sobre las miradas, sobre la nuestra especialmente. Vemos a Leonard mirar a Michelle, vemos a Michelle ignorar a Leonard, vemos a Sandra que vaya a saber por qué malentendido ve cosas en Leonard que sabemos que no están, la vemos decir “Me gustás porque no aparentás ser otra cosa”, y sabemos que está equivocada. Lo que pasa que el amor es un poco ese malentendido, esa ilusión de que hay algo en el otro, todo un mundo desconocido que se nos puede abrir (lo dijo Proust) si tan sólo accedemos al amado. En eso consiste la acción de amar, en ver de esa manera, por eso el título de la película tiene que ver con los que aman y no con los que son amados, es decir, con los que están inmersos en esa condición que en este caso Gray nos obliga a mirar desde afuera, horriblemente. Nosotros somos Leonard en ese plano en que él va a un restaurante para contarle a Michelle qué le parece su novio (patético) y se sienta delante de una estatua rarísima que lo mira burlona. Leonard percibe esa mirada sobre su espalda, se da vuelta incómodo y cuando ve el objeto que lo mira, se corre. El juego no puede seguir si de pronto el amante se descubre mirado.
Por eso la película es una vuelta amarga sobre la mirada. Vemos los ojos de Leonard, los de Sandra, vemos el deseo en esos ojos y el desfasaje de ese deseo con lo que miran y con el mundo que los rodea. Se nos hace asistir al carácter imaginario de la creencia, y no hay nada más desolador. El conflicto del personaje que debe decidir entre una u otra vida es secundario en relación a esto. Leonard puede hacer lo que quiera, no está más atrapado en la casa de lo que él mismo quiere estar, como lo muestra el hecho de que la madre lo deje ir y de que él vuelva por su cuenta, en una decisión que está hecha de restos, de ese guante que trae la marea casi como un desecho, en un final que sugiere que la vida no está hecha de grandes decisiones sino a veces, también, de esos descartes, y que la felicidad puede ser gris justamente por eso.