El arte de sobrevivir
Los amantes no se parece en nada a los filmes precedentes de James Gray, excepto por el paisaje simbólico en el que transcurren sus historias (y su ostensible clasicismo): Nueva York, y sus suburbios, en especial la playa de Brighton en Coney Island y sus comunidades de inmigrantes. Sin tiros ni persecuciones, sin oficiales ni mafiosos, en el primer drama romántico del director de La traición y Los dueños de la noche, la mítica ciudad es una presencia, un personaje difuso que acompaña a sus criaturas. Se dirá que Los amantes es un filme sobre el deseo amoroso, la seguridad afectiva y la aventura romántica, y sin duda lo es, aunque su verosimilitud pasa por delinear el secreto combate diario de dos almas desoladas por colgarse al mundo, adaptarse a la sociedad y sobrevivir.
El plano inicial es preciso: un hombre salta de un puente para capitular su vida. Bajo el agua, recuerda, duda y elige volver a vivir. No habrá un ángel que lo rescate, pero sí un transeúnte, que lo ayudará a respirar. Alguien lo reconoce: es el empleado de una tintorería. Leonard Kraditor (Joaquin Phoenix, antes de devenir en rapero con look ZZ Top) ya es un adulto, pero vive con sus padres. Tras un fracaso amoroso, quizás por una incompatibilidad genética con su ex mujer para procrear, quizás por ser él un maníaco depresivo, este hijo único de una familia judía de clase media trabajadora no es el orgullo del hogar, pero sí una preocupación exclusiva de la casa. Hay que despertarlo, animarlo, cuidarlo, medicarlo, casarlo, vigilarlo, aunque cuestionar el obsesivo amor materno (paranoico) y la comprensión paterna es injustificado.
La familia apuesta a una nueva prometida (Vinessa Shaw), hija de un comerciante prestigioso a punto de asociarse con el padre de Leonard, que parece legítimamente atraída, y a quien le interesa la veta artística del posible candidato: la fotografía. Sandra Cohen es bella e inteligente, a pesar de que su película favorita sea La novicia rebelde. Si bien a Leonard no le disgusta la propuesta, el encuentro azaroso con su nueva vecina, Michelle (Gwyneth Platrow), una “shiksa” rubia, fina y curiosa, no menos compleja que él (espera que su amante –y jefe– abandone a su mujer y a su hijo para vivir con ella y es posible que consuma drogas), dividirá su deseo: seguir el plan familiar, de lo que se predica una tradición y un estilo de vida o, eventualmente, conquistar a esa mujer que no es judía y empezar todo de nuevo.
James Gray es elegante: los movimientos de cámara suelen ser parsimoniosos: el hogar de los Kraditor es un espacio reducido, pero sus paneos expanden el modesto departamento en un microcosmos culturalmente reconocible; un viaje en subte y un paseo por las calles son ocasiones para capturar la fluidez de la cotidianidad en una ciudad específica. Un diálogo entre Leonard y Michelle, de una ventana a la otra desde sus respectivos departamentos, y la interrupción de una voz masculina en fuera de campo sugiriéndoles que usen el teléfono, sirve para denotar cierta solidaridad y amabilidad entre vecinos, quizás anacrónica, pasaje que también remite a La ventana indiscreta y al sentido de comunidad que se expresaba entre vecinos en aquella obra maestra de Alfred Hitchcock. En efecto, si bien los personajes de Los amantes usan celulares y computadoras, la película parece un ejercicio amoroso de nostalgia por un tiempo pretérito.
Es notable, además, cómo las marcaciones de los actores, los gestos y las líneas de diálogo se complementan con una austera economía narrativa en donde Gray suministra poca información, mínima, de tal modo que todas las acciones dramáticas no se expliquen y quien mira, por lo tanto, deba resolver lo que permanece implícito y deliberadamente abierto.
Los amantes –cuyo título original es “Dos amantes”, una distinción semántica nada irrelevante porque legitima una lectura menos ortodoxa, y obliga a pensar dos veces el desenlace, quizás inverosímil aunque dramática y filosóficamente audaz– sugiere tanto cómo el orden social se perpetúa a expensas del amor como también cómo ese mismo orden sostiene la identidad de sus miembros. Verlo a Leonard escapar y regresar a una fiesta que preanuncia su matrimonio no es otra cosa que observar cómo los hombres deben optar entre la solidez de las costumbres y el discreto confort de su acatamiento, y el imperativo del propio deseo, casi siempre a contramano de lo que otros quieren de nosotros y el mundo establece como norma.