En 1966, del día a la noche, Claude Lelouch tuvo el mundo a sus pies: Un hombre y una mujer, su drama romántico de presupuesto tan magro como su guión (un guión minimalista, se diría hoy) no sólo ganó la Palma de Oro en Cannes y el Oscar a la Mejor Película Extranjera al año siguiente sino que -lo más importante para él-, eludió el frío corazón de los críticos y el más helado de sus colegas, que empezaron a odiarlo desde entonces, pero dio de lleno en los de los millones de parejas que iban a verlo como un deber moral. Hasta los habitués del Lorraine y del bar La Paz, dicen, la veían de incógnito.
La película, con sus osados movimientos de cámara, sus desafíos a las formas académicas, sus juegos con el tiempo, el blanco y negro y el color, sus diálogos breves e insustanciales pero transformados, a fuerza de reiteración, en epigramas, llegó a elevar la cursilería de su fondo a un nivel de vanguardia. La estocada final la dio Francis Lai con esa canción que no hubo radio ni Wincofon que dejaran de repetir por entonces, el bada bá dadá, badabadadá que acompañó a Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimée (llamados en el film, casi textualmente, Jean-Louis y Anne) cuando se abrazaban en las playas invernales de Deauville, rodeados por la cámara de Lelouch: y en este caso de manera literal ya que él siempre manejó la cámara, nunca se la cedió a un tercero.
Un hombre y una mujer fue, a la vez, una expresión de libertad del joven cine francés de la época y una apoteosis del kitsch. Ese mismo kitsch que estudiaban los rebeldes estructuralistas en la Escuela Práctica de Altos Estudios de París, tratando de evitar que los contaminara. Lelouch, en cambio, fue su brazo armado. Sin proponérselo se convirtió en el Godard de la gente, en el transgresor de rostro humano. Y ganó millones: eso tampoco se lo perdonaron.
Su película volvía sobre el inagotable tópico “boy meets girl”, transformado ahora en joven viudo con hijo encuentra joven viuda con hija. Ya en la postulación de sus respectivos pasados se incluyó el primer toque irrisorio de los muchos que más tarde, y hasta hoy, habría de tener la historia: la esposa de Jean-Louis se había suicidado porque no soportaba los riesgos que él enfrentaba por su profesión de piloto de carreras, y el esposo de Anne había muerto en cumplimiento del deber pero por otro tipo de riesgos: era doble en películas de acción.
En la historia de este amor que, como dice el bolero, no tuvo otro igual, hay un detalle que no suele tenerse demasiado en cuenta pese a lo claro que es: el único que se había enamorado fue Jean-Louis; Anna, en cambio, jamás lo estuvo de él. Él era capaz de hacer la ruta París-Deauville las veces que fuera necesario para estar a su lado; él la abrazaba como se abraza a quien se ama de verdad. A ella, la sombra del marido muerto le impidió cualquier amor futuro y hasta la mera consumación de la primera unión física. Para Anne, Jean-Louis fue poco más que un refugio de su soledad, como lo será el resto de los hombres que conozca.
En 2019, más de medio siglo después, Lelouch retomó con Los años más bellos de una vida ese amor desbalanceado: sus protagonistas son tan libres de cualquier atadura al futuro como, casi, al presente, y en el caso de Jean-Louis también al pasado ya que el Alzheimer avanza sobre sus días.
Para hacerlo, produjo una modesta revolución en la historia de las películas serializadas (esas que los críticos llaman “sagas”, lo cual hubiera horrorizado a Borges y a los vikingos). En 1986 había estrenado Un hombre y una mujer, 20 años más tarde (Un homme et une femme, 20 ans dejà), una secuela tan disparatada a la que hoy no sólo ignora sino que, además, refuta, como si fuera apócrifa. La trata como Cervantes trató al “Quijote” del impostor Fernández de Avellaneda: escribe una segunda parte como si esa secuela no hubiese existido nunca.
En 20 años más tarde, Jean-Louis y Anne se reencontraban: él seguía ocupado con los autos de Fórmula 1 y estaba en pareja con una jovencita interpretada por Marie Sophie L. (la “L.” era la inicial de Lelouch, porque ella era por entonces su nueva mujer, a la que hizo actuar, y lo de “actuar” es una manera de decir, en cuatro de sus películas). Anne, que antes era script-girl, se había casado con un productor de cine y convertido, a su vez, en productora.
Después de fracasar con sus últimas películas, Anne se proponía rodar la historia de ellos dos. Su propia hija, Françoise, ahora interpretada por Evelyne Bouix (futura intérprete de la Piaf en “Edith y Marcel”), era actriz y encarnaría a su propia madre, mientras que Richard Berry haría de Jean-Louis. Esto era un pretexto para volver a filmar con otros rostros los momentos culminantes de Un hombre y una mujer, intercalarlos con los originales, y saturar con el bada bá dadá, badabadadá. Pero en ese entonces ya las radios habían olvidado el tema y los Wincofon se habían extinguido.
Pero ese proyecto fracasó y Anne lo cambió por un policial, quizá no tan ridículo como esta secuela donde Marie Sophie L., celosa por el reencuentro de Jean-Louis con Anne, lo condujo en el rally Paris-Dakar a una muerte doble, la de él y ella, en medio del desierto, hasta que ex nihilo aparecían unos beduinos en camello, que los salvaban.
Quizás abochornado, con justa razón, por lo que había hecho, Lelouch realizó Los años más bellos de una vida como si se tratara del único reencuentro de ambos después de medio siglo. Jean-Louis, de 88 años, ahora vive en una residencia geriátrica, y su hijo Antoine, a quien volvió a interpretar Antoine Sire tal como lo había hecho en las dos partes anteriores, va en busca de Anne para generar ese encuentro.
Ella, de 86 años (aunque parece menos), recibe a Antoine junto a su nieta y su hija Françoise, papel que ha recuperado Souad Amidou como en la primera parte. Quienes hayan visto la segunda se enterarán de que nunca fue actriz ni interpretó a su madre en una película sino que siempre ejerció como veterinaria, especializada en caballos. La magia del cine.
Los años más bellos de una vida, pese la edad del realizador y sus intérpretes, no carece de algunas escenas de acción en las que se los ve manipular armas y disparar contra gendarmes. Son el contenido de los sueños, naturalmente. Además de los enésimos inserts de las escenas románticas de Deauville hay agregados insostenibles, como la aparición de una hija extramatrimonial de Jean-Louis, interpretada Monica Bellucci (¿capricho personal del director?). También Lelouch vuelve a darse el gusto de añadir su famoso cortometraje Era una cita (1976), donde recorrió a casi 200 kms/hr la madrugada de París, atribuyendo esas imágenes de vértigo a otro recuerdo de su personaje moribundo.
Sin embargo, y este “sin embargo” queda para el final porque es lo más arduo de explicar, tras la maraña de incongruencias y reiteraciones de una película que se rodó en menos de dos semanas; en las escenas a solas entre ambos, él en su silla de ruedas con ese rostro de anciano donde aflora intacta, por momentos, la misma sonrisa de su juventud; ella acomodándose el mechón derecho de sus cabellos aún lozanos; en ese intercambio de miradas y silencios, en la emoción contenida que no cede al sentimentalismo; en esos diálogos sencillos, seguramente improvisados, los mismos que sostendrían dos ancianos con un pasado en común, hay una realidad que trasciende y eleva al film por sobre cualquier estrategia de ficción: sabemos que no son Jean-Louis Duroc y Anne Gauthier quienes recuerdan sus vidas sino Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimée quienes lo hacen. Y, en especial a los espectadores que han seguido esas vidas desde hace mucho, les será difícil no emocionarse.
Trintignant ya había interpretado un papel similar en Amour, de Michael Haneke, junto a Emmanuelle Riva, film que mucho habían amado los críticos. Esto es otra cosa. Al igual que en los 60, Lelouch volvió a ser libre, ahora es el Haneke de la gente.
P.S.: Después de los créditos de cierre hay un bellísimo homenaje a un film de Eric Rohmer. No se vaya antes del cine ni se desconecte si la ve online.