La materia prima de la que está hecha el cine es la misma que moldea nuestros sueños. Vaya mecanismo extraño la memoria, intrincados procesos selectivos y mayor misterio por descubrir, menos que certeza resuelta. Momentos, instantes, que a veces eligen permanecer. Rastros, sedimentos o fragmentos que conforman nuestra geografía interior. A veces un espejo roto de lo que alguna vez fue un corazón. Oportunidades perdidas, trenes que partieron a destiempo, andenes que permanecieron en silencio, expectantes. Amores que dejamos pasar, deseos que perviven, fantasías que soltamos, palabras que dijimos…besos inolvidables, caricias que no dimos, adioses antes de tiempo. Melodías cuyo eco aún resuena en las teclas de un piano que nos resulta, por algún motivo, familiar. No menos reconocible es la silueta de ese auto blanco que dobló delante, como una ráfaga rumbo a la meta. Para nuestra sorpresa, se mantiene intacta esa habitación de hotel número 26 que cobijara al furtivo encuentro. Pudiendo ser, eligieron no estar. Algún día todos seremos fantasmas errantes…
Los protagonistas de esta historia de amor hecha de imposibles están allí para contar su propia aventura. La vida es un sueño y los sueños, sueños son firmaba el escritor español. El cine no hace más que imitar a la vida. Imitar o habitarla. Copiarla, transformarla, tergiversarla. Porqué no conquistarla con desparpajo. Fue amor a primera vista. Tan mágico como un sueño, tan incierto como un recuerdo. “Los Años Más Bellos de Una Vida” es una experiencia conmovedora, poderosa y tan grande como la vida misma. Es el testamento artístico de Claude Lelouch. Es metaficción y referencia. Es intertexto y homenaje. Quien lea estas líneas reflejará el sentido. Más vale ciento volando y que el destino haga su parte. Porque el tiempo es circular, sueño dentro de sueño. Se proyecta en palpitante fotograma a 24×7, que es arte en su máxima expresión.
El film es una reflexión sobre la condición humana y es la maravilla hecha film, dispuesta a trazar un arco cronológico de cincuenta y cinco años. Es un rompecabezas de sensaciones donde todas sus piezas encajan con sensible precisión. Primero, una historia acerca de la película original: todo comenzó en París. Una ciudad que el director conoce como la palma de su mano y le pertenecía. Allí nació, hace exactamente ochenta y cuatro años. Allí descubrió al cine, su primer gran amor, en tiempos donde proliferaba la intelectual y arriesgada Nouvelle Vague. Aunque Lelouch jamás se considerara parte de dicha camada. Su primer gran éxito tras las cámaras lo consiguió con “Un hombre y una mujer”, modélico film ganador de la Palma de Oro en el Festival de Cannes y el Óscar a la mejor película extranjera, en 1967.
Este experimentado fotógrafo de publicidad devenido en realizador convirtió a su obra maestra cinematográfica en un sensible retrato que se erigiría como un referente para la generación que crecía apreciando el cine de autor proveniente de la industria gala. De aquel iniciático largometraje, recordamos los antológicos protagónicos de Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimée, tanto como la maravillosa partitura musical correspondiente a Francis Lai. Ejerciendo una mirada retrospectiva, el realizador homenajea a su más célebre instante artístico.
Convertida en pieza de culto, vería estrenar una secuela, con dos décadas de paréntesis: “Un hombre y una mujer: 20 años más tarde” (1986). La flamante “Los Años más Bellos de Una Vida” coloca el punto final a esta historia de amor ficcionado sostenido en el tiempo, que es también una nostálgica carta de amor al cine; también una necesidad del autor por regresar a su universo creativo en búsqueda de finales inquietudes y probables respuestas. Como los encantadores Robert Redford y Jane Fonda, desde “Descalzos en el Parque” (1967) hasta “Nosotros en la Noche” (2018). Como en la inolvidable trilogía del “Amanecer/Atardecer/Anochecer” de Richard Linklater. Aquí, los nonagenarios intérpretes se enfrentan a la finitud terrenal del vínculo.
El amor entre Jean Louis y Anne traza una parábola cinéfila. Sabemos que contemplar esa pantalla en una sala a oscuras encenderá nuestros sentidos toda la vida. Sabremos reconocer esa mirada que se maravilla con la nuestra. La memoria emotiva recordará ese gesto tan singular que por vez primera nos cautivó. “Los Años Más Bellos de Una Vida” comienza con una cita a Víctor Hugo que dice que la frase que da título al film es, en realidad, la cantidad de años que aún no vivimos. Lelouch mira esperanzador hacia el futuro, pero en realidad está reconstruyendo la historia de su pasado. Con encomiable acierto, cruza líneas temporales. Dedos invisibles van tensando las cuerdas emotivas de esta duradera pasión. Las curvas se toman a alta velocidad. Las emociones no se sienten a medias. Tramando un providencial guiño cinéfilo, el realizador incluye metraje de la inolvidable “Un Hombre y una Mujer”. Como cajas chinas, una narrativa contiene a otra. Lelouch, consagrado prestidigitador y sensible artista, abre varias líneas posibles. Parte de la realidad, parte de los sueños. Semilla fértil para la creación onírica. Ya no importa distinguir que fue sueño y que ocurrió en verdad. ¿Qué alimenta nuestros deseos? Soñemos despiertos, no hay límite para la ilusión. El cine consuma su acto de gracia: el plan de fuga es mental.
Invade la pantalla la más pura nostalgia; una banda sonora plena de melancolía, la ternura en la mirada de aquellos amantes, las armas humeantes de los otrora jóvenes despabilados en tiempos de Nouvelle Vague. De un lado, las frases pícaras que suelta Jean Louis, antes de recitar de memoria a Verlaine. Del otro, la pose seductora de Anne y sus anhelos de artífice de un cine intelectual hundido por el gusto comercial. Delicia total. Reflexiva, la película inserta líneas de diálogo que son un prodigio poético. Se sabe profunda y existencial sin ser gratuitamente lacrimógena. No hay crepúsculo que no espere un nuevo amanecer. Es una extraña pintura otoñal de hojas verdes, como las que el cristal del CV2 refleja sobre el rostro de un pensante Jean Louis. La mirada proferida no da ni un golpe bajo. Se conserva fresca de espíritu, como sus dos protagonistas. O como el film estrenado hace más de medio siglo, ganador del Premio Oscar a la mejor producción extranjera.
Lelouch lleva a cabo un manifiesto acerca de los lazos amorosos. Y mientras los antiguos amantes reviven todo aquel fulgor, sus respectivos hijos prueban el más dulce sentido de esta pócima mágica. Un inmenso mar los contempla. La playa es una postal de colores pasteles que pareciera la misma que los viera corretear de pequeños. Las imágenes hablan por sí solas. Lelouch hace de su cada escena un lienzo de emociones y de su cámara un pincel que traza el contorno de un fragmentario mapa humano. El aspecto fotogénico nos regala un interminable cielo en un atardecer anaranjado. Las nubes completan el paisaje y el cineasta coloca la cámara a ras del piso. Ya lo había hecho cuarenta años antes.
La historia toma un giro brutal: ¿Recuerdan el cortometraje a pura adrenalina, titulado “C’était un rendez-vous”, y editado en 1976? Un entusiasta Claude Lelouch recorría, a toda velocidad, las calles de París, montando su cámara en la trompa de una motocicleta. Un arrojo creativo brutal cuya inserción en esta película eleva a la enésima potencia el caudal emotivo de la misma. Amante de la velocidad, Tringtinant se convierte en su alter ego en pantalla y la cita duplicada se triplica: el actor fue sobrino del ex piloto de Fórmula 1 Maurice Tringtinant (compitió en numerosas escuderías, entre 1950 y 1964, ganando dos carreras). La realidad ya perdió la cuenta acerca de cuantas veces cayó víctima del encanto, envuelta en las redes de la ficción. Compramos la mentira piadosa porque el cine es pura ilusión. Compartimos la pasión, de ese sagrado fuego nos hacemos.
Allí está Jean Louis Tringtinant, actor que debutara en la gran pantalla junto a Brigitte Bardot, en “Y Dios Creo a la Mujer” (1956). Casi medio siglo de distancia separa sus premiaciones cúlmines: se consagró en Cannes por el drama político “Z” (1969) y en Berlín por la conmovedora “Amor” (2013). Dueño de una vida de película, sirvió en la Guerra de Argel. Allí está Anouk Aimeé, hija de la actriz Geneviève Sorya y considerada una de las presencias más sexys de la historia del cine. Esta candidata al Oscar por el excepcional film de Lelouch, fue compañera sentimental de Albert Finney y Marcello Mastroianni. Él tiene 90 años, y exhibe cada arruga de su intensa vida. Ella tiene 88 y es un milagro de la naturaleza. La belleza palpitante en ambos se manifiesta en cada plano. Lelouch los retrata con tanta calidez que nos hace un nudo en la garganta. Y ellos hacen lo que mejor saben, consumando la quimera de toda fantasía cinéfila. Partidos en dos por el rayo verde que los atravesó, a mitad de camino entre lo real y lo ficticio.
Puede que todas las historias de amor que el cine contara después de esta emblemática película, estrenada hacia 1966, le deban consecuente inspiración. Puede que todas las líneas escritas sobre su legado no alcancen para comprender la auténtica magnitud de su estreno, en medio del panorama cinematográfico mundial actual. Puede que no descifremos el total sentido. Pura metáfora para paladares exquisitos y sensibles. ¿Qué será del destino de estos amantes fuera de todo tiempo y espacio? Nada que nos preocupe más que la realidad que aguarda afuera de la sala. Suele pasarnos a quienes soñamos demasiado. Despiertos, tan a menudo…cumpliendo la promesa de regresar justo a tiempo. Como esas cosas que duran para siempre.