Discípulos de Michael Haneke
Algo curioso me sucedió en el Festival, entre la noche del sábado 8 y la mañana del domingo 9 de noviembre: con una diferencia de pocas horas, me encontré con dos películas notoriamente deudoras del cine del austríaco Michael Haneke. Me refiero a la mexicana Los bastardos, dirigida por Amat Escalante, y a la sueca Involuntary, de Ruben Östlund. Son los segundos largometrajes de ambos realizadores.
No vi el film anterior del joven Escalante, Sangre, pero según leo en Internet ya podía palparse allí la influencia del creador de Caché . Los bastardos arranca con un registro seudo documental que muestra a un grupo de obreros mexicanos intentando conseguir alguna changa -aunque sea por jornal- en la ciudad de Los Ángeles. Luego de una secuencia en donde un norteamericano contrata a un puñado de ellos para un trabajo (y los humilla un poco, de paso), dos de los inmigrantes (Fausto y Jesús) se despiden y siguen su propio camino por la ciudad. De golpe, el film cambia el punto de vista y vemos a una mujer que prepara la cena para su hijo, un adolescente apático con quien ella no puede entablar un diálogo. El chico se va, la mujer calma su angustia fumando un poco de crack, cuando de repente irrumpen los dos mexicanos, armados.
Es entonces cuando la anécdota recuerda a Funny Games (1997), y uno comprueba que incluso el cartel inicial de títulos de Los bastardos es casi idéntico al del film de Haneke: letra catástrofe blanca sobre fondo rojo mientras suena un rock pesado bien chirriante. ¿Acaso Escalante lo hace para blanquear su fuente de inspiración? Nada parecía anunciar que la película derivaría hacia esta situación claustrofóbica en donde los atacantes someten a la víctima a una tensa espera del peor final. La diferencia con Funny Games es que sus dos jóvenes psicópatas montaban un juego de sadismo autoconsciente, mientras aquí lo que motiva a los marginales no es otra cosa que el hambre. Sin embargo, el concepto estético que guía a ambos títulos es el mismo: la provocación. Los bastardos se apoya en el shock que producen las acciones brutales de sus últimos minutos. Con el corazón en la boca luego de los mazazos, al salir de la sala uno cree haber visto una obra mucho más “trascendente” de lo que la película es en realidad. Quiero decir: sospecho que hay más efectismo que verdadera crítica social. Quizás el cine de hoy no pueda ofrecer mucho más que eso: dedicarse a sacudir al espectador para que por fin reaccione frente a la naturalización de la violencia.
Por su parte, el sueco Ruben Östlund construye su film calcando la matriz narrativa de 71 fragmentos de una cronología del azar (1994), de Haneke. Involuntary (Involuntario) desarrolla cinco historias en paralelo que jamás se cruzan (en la película del austríaco los distintos personajes sí confluían en una resolución común). Lo que es igual es la elección de planos-secuencia con cámara fija, separados por imágenes en negro, que pretenden inscribirse como tajadas representativas de una realidad más amplia (realidad que aquí no es precisamente atractiva ni original). No es solo el relato fraccionado lo que remite a Haneke -de hecho, la fragmentación y la discontinuidad son marcas de toda la ficción desde el siglo XX en adelante- sino su ostensible distanciamiento en toda la puesta en escena, así como su necesidad de exponer la decadencia moral de la sociedad europea. Involuntary esboza reflexiones sobre la conducta, la dignidad y la ética; si bien tiene algunos logros esporádicos, la propuesta resulta despareja y nunca llega a despegar como película concreta. En comparación, la forma fílmica de Haneke sigue siendo más rotunda, y eso se debe a que es coherente con su mirada nihilista sobre el mundo. Una mirada más entrenada, por supuesto, y también más cruel (aunque a quienes lo admiramos a veces nos cueste admitirlo).
Todavía hay un poco más.
Hasta luego.