La violencia y la pobreza no son sino la cara de la misma moneda. Puede que esta asunción sea criticable, pero no por ello carece de buena parte de realidad. De hecho, es admisible en la medida en que funcione a modo de justificación de una situación dada. Por más que este procedimiento deba ser evitado, al arte le resulta sumamente complejo eludirlo y Los Bastardos - dirigida por el mexicano Amat Escalante - no es la excepción.
Esta coproducción entre México, Francia y EEUU relata un día en la vida de dos jornaleros mexicanos en Los Angeles (EEUU), Fausto (Rubén Sosa) y Jesús (Jesús Moisés Rodríguez). Su trabajo mal pago por los yanquis deriva en la aceptación de un "encargo" criminal que tiene por fin, en principio, amenazar a la ex-esposa de un maleante (Nina Zavarin) en el interior de su propio hogar. La necesidad, el odio y la discriminación se mezclan aquí para brindar sustancia dramática a un film con un argumento llano y sin muchos giros.
Pero no es la simplicidad argumental lo que perturba en esta película. Se trata, más bien, de una hipócrita combinación de planos innecesariamente largos y vacíos -como para demostrar que se trata de "cine arte", que ya se ha transformado en "cine aburrido"- con la pretensión de demostrar preocupación social. No es que las intenciones del director deban ponerse en duda, aunque, como se expresó más arriba, la "justificación" de los hechos se expone de manera tan directa que impide una visión reflexiva y crítica de la cuestión de la inmigración (tan crucial en nuestra Argentina actual también).
Sólo en algunos momentos, los finales, los recursos del séptimo arte como el "gore" ensalzan el mensaje que quiere transmitir la obra. Es, empero, tan sólo una ráfaga, precedida por un realismo explícito y casi superficial y unas tomas lentas y sin objetivo aparente. Al parecer, la elección de Los bastardos como mejor film latinoamericano en el Festival de Cine de Mar del Plata y otros premios, como alguno que obtuvo en Cannes, son muestra de una necesidad de acercar burdamente el arte a la política. Amat Escalante lo logra sólo a medias y, en el fondo, plantea un problema que no deja desazón en el espectador, sino que lo colma de una verdad (o, quién sabe, quizá una mentira) que lo estanca en la inacción, la de que el pobre mata un poco para comer y otro poco por odio.