La conmoción como arte
Jesús y Fausto, dos jornaleros mexicanos que lo pasan mal en Los Angeles, reciben un “encargo” por el que van a cobrar 10 mil dólares. Y la cámara mira de frente, sin sacar los ojos de encima.
Algunos cineastas provocan por puro afán de llamar la atención. Otros lo hacen, en cambio, llevados por su voluntad de ir a los extremos, de correr riesgos, de hacer ver al espectador lo que no quiere ver. Es el caso de Amat Escalante, habituado a conmocionar al prójimo desde muy joven. Apadrinado por su compatriota Carlos Reygadas, al mismo tiempo que éste presentaba su revulsiva Batalla en el cielo en la edición 2005 del Festival de Cannes, Escalante aparecía, con sólo 26 años, en la paralela Un Certain Regard. Producida por Reygadas y paradójicamente más lograda que la película de éste, Sangre anunciaba ya desde el propio título hasta dónde estaba dispuesta a llegar Escalante. Tres años más tarde, volvió a Cannes con su nuevo tratamiento de choque, Los bastardos, producida una vez más por el realizador de Japón y ganadora, a fines de 2008, del premio al Mejor Film Latinoamericano en el Festival de Mar del Plata. Dos años más tarde, Los bastardos se estrena finalmente en la cartelera porteña, en fílmico y DVD (ver ficha técnica). Y está llamada a producir en el espectador porteño un corte equiparable a los que el insumo eléctrico provoca por estos días en la ciudad.
El plano de apertura es de esos que prueban de modo irrefutable el genio fílmico de quien lo produjo. Durante algo más de tres minutos, la cámara observa, inmóvil, cómo dos cuerpos vienen hacia ella. Como fantasmas en tren de materializarse, configurándose al fondo del plano, los cuerpos se acercan lentamente a cámara, hasta llegar muy cerca de la lente. La cámara los acompaña con un cambio de ángulo, observando cómo suben una cuesta y se pierden tras ella. El genio de Escalante consiste en generar expectativa, tensión latente, allí donde sólo podría haber sopor, tiempo muerto, banalidad cotidiana. Exactamente eso, ampliado a escala, hace el realizador a lo largo del entero metraje de Los bastardos, verdadera clase magistral de cómo generar tensión con (casi) nada, hasta dejarla estallar de modo bestial.
Actuados, como corresponde, por no-actores (pocas cosas menos creíbles que un actor profesional haciendo de trabajador manual), los bastardos del título son dos inmigrantes ilegales mexicanos en Los Angeles. Todos los días, Jesús y Fausto (dos nombres al borde del exceso alegórico) se reúnen con otros como ellos, en espera de algún trabajo golondrina en las inmediaciones. El sol abrasa, la espera es larga, y los largos planos fijos (marca de fábrica que ya aparecía en Sangre), sumados a la narración en tiempo real y el documentalismo de estilo y actores, no hacen más que intensificar, volver cuerpo ambas sensaciones. También se hace cuerpo el estado de precariedad en que viven Jesús, Fausto y los demás, teniendo que esperar para que, con suerte, algún rubio les ofrezca diez dólares la hora por limpiar unos terrenos o cavar una zanja, bajo el insoportable sol del mediodía. Pero estos espaldas mojadas no tienen espíritu de víctimas. Parcos, con poco dominio del inglés, cuando un empleador insinúa no cumplir su palabra le avisan que más vale lo haga. Lo convencen rápidamente.
Luego de que unos bikers les hacen sentir todo el racismo yanqui, durante el almuerzo Fausto saca del bolso de Jesús una escopeta de caño recortado. Alguien les ha encargado un “trabajo” por diez mil dólares, cifra que podría solucionarles unos cuantos problemas. Cuando ambos entran a una casa, por la ventana se inicia el tercer y fatídico movimiento de Los bastardos, aquel que le ha ganado legítimas comparaciones con La naranja mecánica y Funny Games, de Michael Haneke. Una mujer indefensa, sumada a la disposición que de ese cuerpo y esa circunstancia hace Jesús (a Fausto, el más joven, se lo ve visiblemente incómodo), ponen al espectador en el lugar de la dueña de casa, que sólo cuenta con una pipa de crack para acompañar su resignación. A diferencia de aquellos antecedentes, estos intrusos no son diletantes del sadismo sino simples brazos de alquiler. Seguramente por razones prácticas, Jesús y Fausto anulan todo asomo de duda o arrepentimiento, aprovechando ese rato en el dorado mundo de la clase media gringa para comer, coger, usar la piscina y la tele.
Hasta que llega el escopetazo, uno de los más bestiales que jamás haya ofrecido el cine, y luego la coda, recordatorio de que el infierno no son los otros sino uno mismo. Sí se parece a Haneke –tanto como a Bruno Dumont, incluido en los agradecimientos, y tirando la cuerda hacia atrás también a ese referente absoluto de Dumont y Reygadas que es Robert Bresson– el modo en que Escalante se relaciona con lo trágico, lo brutal, lo irreprimible. Escalante mira de frente y sostenidamente, sin sacar los ojos de encima, por mucho que sangre y que duela. Si él se anima a hacerlo, lo menos que puede hacer el espectador es imitarlo, por más que sospeche que no es al paraíso donde va a asomarse.