Parias sin techo y sin ley
En boga con una corriente fílmica que suscribe historias donde la violencia toma la forma de la tortura y/o finalmente el asesinato salvaje, y donde los victimarios adquieren la estatura de dioses de barro que disponen de las víctimas exhibiendo una cruel refinación en los tormentos a que las someten –Funny games (1997), de Michael Haneke, podía marcar un posible comienzo de esa práctica–, Los bastardos, segundo largometraje del mexicano Amat Escalante, resulta un fresco interesante que pone en consideración aspectos inéditos en el camino que transitan sus personajes, victimarios cuya condición es también la de víctimas en una misma línea de tensión.
Escalante fue asistente de dirección de su compatriota de renombre internacional Carlos Reygadas (Batalla en el cielo, Luz silenciosa), por quien fue influenciado en el uso de ciertos recursos narrativos como encuadres, tempo, encadenamiento de acciones, suspense, un cine que no teme lo explícito en busca de escudriñar alguna emoción –o la carencia de ellas– en una historia cuyos protagonistas son apenas hojas secas entre un viento huracanado.
Rodada en Los Ángeles con no-actores, Los bastardos muestra a dos jornaleros mexicanos indocumentados que, junto a otro grupo de paisanos, esperan en una esquina periférica que los contraten para cualquier trabajo y así sobrevivir en una sociedad que los desprecia, los verduguea y los objetiviza para todo servicio. Desde el plano de apertura –sus protagonistas viniendo desde lejos por un camino asfaltado y desierto–, ya Escalante anuncia su elección de lo exiguo, su inclinación a una puesta en escena seca y para construir la intriga, pero a la vez, también es la forma en que se dibujan los sentimientos de los protagonistas, su congénita tristeza y su falta de expectativas, casi como una constatación de lo insoluble del desequilibrio social.
Ganadora como mejor película latinoamericana en el último Festival de Mar del Plata, Los bastardos es menos una mirada crítica a la situación de absoluta desprotección de los inmigrantes ilegales en Estados Unidos que el seguimiento de dos parias determinados a hacerse con un dinero que les dé un respiro sin medir riesgos ni consecuencias. La brutalidad de su laconismo no despierta en el espectador ninguna simpatía por ellos; igual que la falta de piedad que Escalante exhibe para la víctima –una mujer de mediana edad–, cuya vida cotidiana está atravesada de puerilidad, malos entendidos y carencia afectiva. El estallido de esa violencia que late durante todo el film es entonces apenas una traslación de los síntomas que tienen lugar como pinceladas de un trazo ajustado a delinear perfiles y acciones; y ese pincel que es la cámara de Escalante no deja resquicio para la reflexión o la imaginación, todo está allí ocurriendo de forma más o menos despiadada y el espectador es sujeto omnipresente, no se le ahorra ni los impresionantes tiros del final y se lo empapa de sangre, tal como queda todo el cuadro en las dos últimas secuencias dentro de la casa tomada.
Los bastardos es cine hierático, hecho con pulso desprovisto de nervios –el tiempo del relato parece un tiempo muerto, más o menos como están los protagonistas cuando comienzan a andar la historia– que persigue no dejar nada oculto sin preocuparse que el paroxismo de alguna escena escandalice. Y concluye cuando ya lo mostró todo, incluida su postura acerca de que la violencia tiene su propio circuito –que no es precisamente la punición de la ley– y que el castigo, después, es el infierno interior.