Con la casa tomada por el odio de clase
Dos mexicanos se meten en un hogar burgués norteamericano, en un filme violento y revulsivo.
Los bastardos , del mexicano Amat Escalante -joven colaborador de Carlos Reygadas-, es algo así como un estreno antinavideño o antifestivo. Una película brutal, desesperanzada y, en un sentido estético, fría: hecha de planos “limpios”, calculados, morosos; con personajes “sucios”, en muda y creciente desesperación, al borde de la implosión o la explosión. Incapaces de poner sus frustraciones en palabras. Tal vez, con razón: tal vez ya no tienen chances de redención ni de diálogo ni de quejas. Apenas de resignación o de violencia. En este caso, extrema.
Muchos críticos han comparado a Los bastardos con Funny Games , de Michael Haneke. Es probable que hasta el propio Escalante les haya tenido que conceder la razón. Pero también es cierto que hay diferencias sustanciales. La primera es que, durante la media hora inicial, Los bastardos , rodada con actores no profesionales, da cuenta -lacónicamente, digamos al estilo Bruno Dumont- de un creciente sometimiento social, el que sufren los inmigrantes ilegales mexicanos en Los Angeles. El punto de vista es el de las víctimas, dos de las cuales (Jesús y Fausto) se convertirán en victimarios.
Esas imágenes, las de un grupo de inmigrantes desocupados parados en una esquina, esperando “clientes” norteamericanos que desde sus autos les ofrezcan una changa por unos pocos dólares por hora, se parece más al ejercicio de la prostitución que al intercambio de un jornal por un trabajo digno. El lado más salvaje del capitalismo: su acercamiento a la esclavitud y la prostitución. No es raro que entre las vejaciones (inconscientemente vengativas) que están por venir estén incluidos la rabia clasista y la dominación sexual.
La segunda diferencia con Funny...
es que, antes de la irrupción de los dos jóvenes mexicanos en la casa de una mujer norteamericana y de su hijo adolescente, el director deja en claro que la vida burguesa primermundista también puede ser decadente. La mujer está alienada, anestesiada por las drogas; el hijo, por la música tecno, los juegos electrónicos, su apatía de joven satisfecho y un padre ausente. Si los muchachos mexicanos podrían ser personajes de La naranja mecánica , los estadounidenses podrían serlo de una película de Todd Solondz.
Tercera cuestión: cuando la casa está tomada, cuando ya impera la sádica claustrofobia, víctimas y victimarios (¿quién será quién?) mencionan alguna cuenta pendiente, que los mexicanos estarían por ejecutar, y que no queda clara. ¿Importa? No. Porque el filme no es un thriller convencional sino un drama -una tragedia- en el que las palabras ya no tienen lugar. Apenas hablan el odio, el desdén, la barbarie, un dedo en el gatillo.