Los bastardos no está muy lejos de ese universo sórdido y saturado de insatisfacción y resentimiento de clase característico del cine mexicano reciente (Batalla en el cielo, Parque Vía), pero elige situar el desencanto de los desposeídos en clave inmigratoria. Es el territorio de Babel, de algunos de sus segmentos más patéticos y más miserables: los que muestran la vida de los mexicanos en Estados Unidos. Pero Amat Escalante, cuya ópera prima Sangre (2005) anunciaba otro talento en ciernes, no comparte ni subscribe ese humanismo global que protege al film de Iñárritu. Los bastardos transcurre en California, y sigue la vida de dos inmigrantes ilegales que trabajan azarosamente en la construcción hasta que un día finalizan su jornada con una noche de catarsis. Escalante tiene buen ojo. El primer plano, de unos cinco minutos, indica que hay un director con una voluntad consciente de proponer una concepción formal específica. La presentación remite un poco a Liverpool, de Lisandro Alonso: todo se ve rojo, un fundido en blanco, otra vez rojo y se escuchan unas guitarras saturadas. Es el anuncio de dos tiros, ambos inesperados, que llevan la película a un espacio simbólico explorado recientemente en Flandres por Bruno Dumont (quien está, entre otros, en la lista de agradecimientos), aunque aquí el estado de guerra está circunscripto al fenómeno migratorio y su violencia concomitante.