El estreno local poco tiempo atrás de Siete cajas dirigida por Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori, fue una sorpresa. El que de un país cercano pero cuyo cine -entre tantas cosas- desconocemos, surgiera un film narrativo, que contara una historia vertiginosa como base; que este vértigo fuera creciendo sin olvidar, en sus sincopadas carreras a toda velocidad, que cargaba en otra caja una segunda historia. Que todo ello fuera posible mediante no muchos recursos, pero bien organizados. Que el film tomara del mejor cine contemporáneo -por ejemplo Brian DePalma-, esa obsesión compulsiva que parece la otra cara o la cara extrema de la alienación, que es el mirar y el ser visto, y -más aún- el vivir para aparecer como copias de nosotros mismos, que todos estos temas se hicieran con rigor y hasta con el necesario humor, fue la “sorpresa.”
Es decir que exista un film que sea cine y no barruntos subjetivos de un señor o señora cualquiera, de la cual solo nos interesa aquello que puede imaginar y no vomitar su crasa interioridad sobre nosotros en forma de alegorías vacuas, pasó – por fortuna una vez más- a constituirse en excepción.
Así como ya es legendario entre escritores el “conflicto” de la segunda novela, si la primera ha sido lograda, en el cine esto se ha transmutado de manera sui generis. El éxito que será un impostor tanto como el fracaso -al decir de Rudyard Kipling- pero que suena mejor que cuando se gana -al decir de Carlos Salvador Bilardo-, es un ángel peligroso; alguien que nos acecha con críticas laudatorias, recortes periodísticos y noches de estreno de vino y rosas.
Los buscadores logra sostenerse en esa delicada cuerda floja del éxito temprano. Lo hace expandiendo –cierto que a veces, pocas, también dilatando- sus logros primeros. Una trama cerrada con motivos y figuras míticas que son presentados en forma oblicua en una suerte de prólogo contundente, pero también lo suficientemente hermético para abrir el deseo de saber.
Luego, el buscar correlatos objetivos mediante situaciones, personajes y caracteres (no son lo mismo); peripecias que apuntalen ese elemento mítico vuelto mitologema (variante formal pero también simbólica del primero), que todo, acción y realización, pausa y aceleramiento, diálogos y silencios, coadyuven al propósito general del film. Su razón de ser -cuando se la tiene- es lo que viene a continuación.
Allí la cosa se complica. Se complica -como sostenemos desde hace ya tiempo- porque se cree cada vez menos –o directamente se desconoce- en el elemento base, ese que en toda operación de transformación de un material en otra cosa, debe tenerse siempre en primer plano. En cine se llama “género”. Nosotros hemos preferido llamarlo “estado de transparencia”. No importa. Se trata del movimiento básico del relato. El “había una vez”; quienes y donde están en “esa vez”; y –sobre todo- para qué y por qué están allí.
Están para narrarnos algo, siempre más grande que la vida. En la medida en que el arte busca un orden mediante simetrías que la vida no tiene, o que ya no somos capaces de ver. Todo esto ambos realizadores de Los buscadores -título que creo ya petición de principio autoconciente- lo han logrado, y una vez más.
No recuerdo entre nosotros y en todo el cine que podamos denominar iberoamericano un film que haya sabido plantear y resolver en forma tan lúcida y sostenida el tema de la busca del objeto prodigioso. Que a veces se confunde con “mágico”. Cosa que este film, como el anterior, tratan de manera excepcional. Aclaro: tanto la busca del objeto como la apetencia por lo meramente material de su soporte, y no por el de su auténtico sentido, que es el simbólico-espiritual (1).
Cierto: no he recorrido todo el amplio espectro fílmico desde Lisboa a Managua y puedo –felizmente- equivocarme. Pero este film al igual que el anterior se centra –aquí en Los buscadores quizás con más interludios cómicos de los necesarios-, en el tema del objeto que es soporte material de otra cosa. Como el cine mismo y su concepto.
Desde luego la figura matriz de esta busca y de este objeto es el Santo Grial. Materialmente la copa donde se ha preservado la sangre de Cristo, y simbólicamente aquello que es, o podría ser el objetivo y meta de toda existencia. Su razón de ser, su ideal, realización espiritual… o no.
Tema o mitologema que ha sido -como es obvio- la base o textura básica de obras maestras absolutas como Vértigo o Apocalypse Now.
La habilidad, la primera habilidad, el primer y sabio movimiento de los autores de este film, ha sido localizar el motivo mítico: es decir antes de toda variante o versión, ir y sostenerse en la propia territorialidad. Aquello propio.
Así tanto el recuerdo de esa estúpida carnicería en la cual lamentablemente la Argentina se vio arrastrada, conocida como la “guerra de la triple alianza” –¡vaya alianza!-, como el rescoldo que ella ha dejado en los paraguayos, pero no solo en lo histórico, sino en lo legendario, se articulan de manera perfecta y simétrica. La busca de ese tesoro, de ese objeto sublime, puede ser tanto la apropiación material como la espiritual de ese in illo tempore. De ese tiempo originario, pero que toda obra contemporánea debe afincar en su propia territorialidad.
La dupla en la dirección de Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori, es de lo más sorprendente y hasta fascinante que hemos visto en la producción cinematográfica de los últimos años. De continuar así y calcular los pasos a seguir, harán historia. Si saben sostener ambas historias, la propia y la de todos.
Un ejemplo perfecto de que cómo no debe caerse en el “costumbrismo”, cuando se tienen los pies y el espíritu sólidamente afincados en su territorialidad, y desde allí tensar el arco; tender a lo universal mediante la imaginación mitopoética. Esto también es ejemplar.