"Los caballeros": juegos, trampas y marihuana
El film del director británico es capaz de entretener durante casi dos horas merced a un ritmo que nunca se detiene.
Hubo un tiempo, que hoy puede antojarse muy lejano, en el que el cine del británico Guy Ritchie solía equipararse con las películas de Quentin Tarantino. Eran las épocas de Perros de la calle y Tiempos violentos, de Juegos, trampas y dos armas humeantes y Snatch: Cerdos y diamantes, relatos poblados de criminales, explosiones de violencia y diálogos ingeniosos. Sin embargo, una mirada atenta al universo de ambos realizadores probaba sin esfuerzos que las diferencias eran muchas más que las posibles coincidencias, las formales y también las temáticas. Incluso las éticas, si se forzaban un poco las odiosas comparaciones. El paso de los años separó aún más esas improbables líneas paralelas: al tiempo que Q. T. fue invadiendo cada vez más su cine de un tinte autoral y reflexivo, Ritchie continuó firmando proyectos que intentaban emular el éxito comercial de sus primeras películas, derrapando finalmente en producciones de gran presupuesto y anonimato estilístico como Sherlock Holmes y, más recientemente, la reversión con actores de carne y hueso de Aladdin.
En ese sentido, Los caballeros sólo puede entenderse como un intento por regresar a la fuentes, al universo del pequeño y el gran crimen y a ese fuerte acento cockney que –a pesar de tratarse, en este caso, de una producción ciento por ciento estadounidense– caracteriza a muchos de los personajes del film, habitantes de Londres y aledaños. Sin embargo, el protagonista (si cabe tal definición, teniendo en cuenta el carácter coral de la operación) es un caballero nacido en los Estados Unidos y llamado Mickey Pearson, un “empresario” que ha logrado crear un imperio multimillonario dedicado al cultivo y la distribución de marihuana (Matthew McConaughey, menos extremo que en otras ocasiones). Las idas y vueltas del relato, pobladas de desvíos, falsas líneas narrativas y flashbacks, comienza a sumar personajes desde el comienzo, con Hugh Grant en la piel de un investigador con tendencia al chantaje y Colin Farrell como un entrenador de boxeadores a quien le cuesta bastante mantener a raya a sus muchachos. Hay muchas, muchas más criaturas y una trama enrevesada que, a pesar de ello, logra desenvolverse de manera lógica y transparente.
El disparador es el deseo de Pearson de retirarse del negocio –vendiéndolo, desde luego, a un buen precio–, lo cual sacude el delicado equilibrio del submundo gansteril, iniciando una escalada de traiciones (simples y dobles), intentos de asesinato y subtramas con múltiples vueltas de tuerca. El asunto es bastante básico y por momentos algo cruel, con una ingente cantidad de puteadas bien british, guiños y canchereadas a granel y cierta bienvenida autoconciencia que, en más de una ocasión, rompe soberanamente la cuarta pared. Los caballeros es capaz de entretener durante casi dos horas merced a un ritmo que nunca se detiene, las constantes novedades y variaciones alrededor de la trama central y un reparto que, en líneas generales, resulta carismático. No es mucho, es cierto, pero alcanza para elevar al último Ritchie por encima de la categoría “completamente olvidable”.