Tuvo la suerte y la desgracia de haber sido contemporáneo de un cineasta magnífico llamado Quentin Tarantino. Sin este, Guy Ritchie, el ingenioso colega inglés del estadounidense, célebre también por haber sido el esposo de Madonna, quizás hubiera podido eternizar su apellido como el sucedáneo de un estilo. La velocidad del montaje, la proliferación de personajes caricaturescos y un ostensible trabajo sobre el parlamento de estos son magnitudes compartidas de la estética de ambos, orientada a desatender las constricciones del realismo. El artificio no es necesariamente libertad, y Ritchie es una buena prueba: las doscientas vueltas de tuerca del relato en Los caballeros es más una fórmula que la desobediencia de un autor capaz de liberar los resortes de la narración cinematográfica.